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El 5 de octubre y la tristeza de Chile

En lugar de una profundización democrática, nuestra cínica transición ha derivado en la pérdida del sentido ético de la política; en un eterno tutelaje a cargo de las Fuerzas Armadas y de la derecha católica.


En Chile, hay razones para estar triste y una de ellas es que la celebración de un nuevo 5 de octubre ya no convoca la voluntad mayoritaria de un pueblo que quiso «abrir las grandes alamedas». La cuestión es más o menos obvia, ya que, aún no hemos podido dejar atrás la oscura herencia que nos legaran 17 años de sometimiento, crimen, persecuciones, atropellos y desigualdades que instaurara la dictadura militar. Y por cierto, lo más grave, somos testigos de la agonía de un proyecto político que pretendiera superar la barbarie, realizando una interminable transición que se extiende ya tantos años como la dictadura misma.



En lugar de una profundización democrática, nuestra cínica transición ha derivado en la pérdida del sentido ético de la política; en un eterno tutelaje a cargo de las Fuerzas Armadas y de la derecha católica; en un sistema económico que violenta la conciencia moral de cualquier proyecto político que aspire a la justicia; y en una lacerante cultura materialista que ha instaurado el individualismo y la intolerancia.



El fracaso de la transición -y de quienes la han conducido- tiene evidentemente una explicación muy coherente. La Concertación adoptó la estrategia de seducir al adversario, a través de una política concesiva, cuyo objeto era conseguir ajustes, y no cambios, en el sistema económico y en la institucionalidad política. Vale decir, una táctica poco afortunada, sin audacia ni sentido político, con miras solamente a sortear las adversidades de una precaria recuperación democrática y llena de restricciones institucionales para ejercer el poder soberano.



Naturalmente, el progreso hacia la democracia se hizo definitivamente imposible por dos razones: primero, tras la aceptación de las reformas constitucionales del 89 que acogieron la propuesta de la UDI, las que en definitiva eliminaron la posibilidad de aprobar toda la legislación ordinaria, teniendo mayoría absoluta en una cámara y un tercio en la otra, lo que, obviamente, hizo totalmente ineficaz la mayoría parlamentaria de la Concertación; segundo, el gobierno renunció voluntariamente a interpelar al pueblo para imponer la auténtica mayoría democrática. Lo grave ha sido el evidente deterioro del ideal democrático que todo ello ha significado como modo de organización política. No es por nada que desde principios del gobierno de Aylwin hasta hoy, la democracia ha perdido legitimidad pasando desde un 75% a menos del 50% de aprobación como mecanismo de generación del poder.



La política concesiva originaria desarrollada por la Concertación estaba presente en todo el espectro de este conglomerado. Patricio Aylwin, en 1984, planteaba la necesidad de buscar coincidencias para corregir consensualmente el impasse. Edgardo Boeninger -ideólogo político de la transición- ha sostenido, claramente, que «la opción por una política conciliadora implicaba, de partida, admitir que sólo podría aplicarse parcialmente el programa de la Concertación». Este mismo personaje, en 1986, planteaba la necesidad de la aceptación de hecho de la Constitución del 1980, a fin de que las Fuerzas Armadas aceptaran traspasar el poder. En esta misma dirección, intelectuales de izquierda como José Joaquín Brunner, también en 1986, planteaban la necesidad de distanciarse de posturas radicales a fin de evitar el fracaso político de la oposición de entonces.



En el plano institucional, la línea de aceptación del ordenamiento jurídico fue anticipada por Patricio Aylwin con anterioridad a su instalación como Presidente: «puestos a la tarea de buscar una solución, lo primero es dejar de lado la famosa disputa sobre la legitimidad del régimen y su Constitución». Uno de los pilares del pecado original de la Concertación -vale decir la política concesiva- fue el haber legitimado la Constitución de 1980, el propio régimen y el modelo económico ultra liberal.



La dimensión económica del giro liberal que tomó la transición fue explícita en los reiterados reconocimientos de «la obra de Pinochet», cuya máxima expresión vino del primer Ministro de Hacienda de la Concertación, Alejandro Foxley, quién en entrevista otorgada a la revista Cosas del 5 de mayo del 2000, declaraba que Pinochet tuvo el mérito de anticiparse a la globalización, que fue capaz de abrir la economía, desregular, descentralizar, etcétera. Según Foxley, esto era una contribución histórica que perduraría por muchas décadas, lo que situaba al dictador en la historia de Chile en un alto lugar.



Mientras se desdibujaba la vocación transformadora y se reducía el capital social de los conductores de la transición, en el área de los derechos humanos también se produjeron sucesivos retrocesos, aunque a treinta años del golpe militar, nos parezca en cierta medida posible la derrota jurídica de la impunidad, a pesar de la Concertación y no gracias a ella.



No debe olvidarse que, tras la difusión del Informe Rettig, se consideró que la verdad y la reparación eran avances suficientes como para sostener la política de «justicia en la medida de lo posible», porque las condenas penales y el cuestionamiento de la Ley de Amnistía harían peligrar la paz social. Tampoco deben olvidarse los intentos de negociar, fallidos proyectos de ley del Ejecutivo -Aylwin, en 1993 y Frei, en 1995, entre otros- destinados todos ellos a legitimar la Ley de Amnistía y limitar la acción de la Justicia por la vía de plazos para el sobreseimiento de las causas.



Finalmente, la reacción oficial frente a la detención de Pinochet en Londres y su sobreseimiento por demencia en Chile, puso al sistema político en la peor de las trincheras: la negación de la jurisdicción universal en materia de derechos humanos y la complicidad con farsas jurídicas para justificar la impunidad.



Con relación al caso Pinochet, ciertamente, como dice Felipe Portales en su libro «Chile: una democracia tutelada», debe ser difícil encontrar un caso más flagrante de inconsecuencia ético-política en la historia de la humanidad.



La transición está acabada, más bien dicho derrotada, así también sus mentores. En consecuencia, ya es hora de poner término a la mentada y fallida transición, lo que tarde o temprano ocurrirá, aunque es mejor hacerlo antes que después. Para ello es necesario superar el desencanto posmoderno que nos heredara el siglo XX y el espíritu desesperanzador y nihilista que tanto gusta a muchos analistas de nuestro tiempo, quienes majaderamente insisten en el fin de la historia.



La tarea no es fácil, pero es imprescindible y también posible.





* Director Ejecutivo de Oceana.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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