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La «extraña» fiesta del 12 de octubre


Una de las más explícitas manifestaciones de modernidad que un extranjero -o un chileno que vive en el extranjero- podría observar hoy en Chile tuvo lugar una vez más ayer 12 de octubre – aniversario de la invasión europea del continente americano- en ocasión del desfile-fiesta-ritual organizado en Santiago por numerosos colectivos populares de jóvenes y organizaciones de los pueblos originarios.



Los diferentes grupos que caminaban y bailaban por millares por la Alameda abajo hasta el cerro Huelén, presentaban el inconfundible y multiforme aspecto de las juventudes rebeldes de todo el mundo. Sus cantos, consignas, bailes y vestimentas reproducían sincrónicamente una manera de manifestarse que ya ha consolidado – desde Seattle a Ginebra, de París a Génova, de Barcelona a Toronto – una radical oposición social a los mitos neoliberales y a las políticas de negación de los derechos de las mayorías. La presencia central de mapuches, aymarás y otros miembros de pueblos discriminados en la manifestación santiaguina, con sus brillantes colores tradicionales, no hacía sino resaltar el universalismo de sus aspiraciones y el radicalismo global de las formas políticas anti-imperiales.



Todas las grandes capitales del mundo tienen sus mapuches, sus inmigrantes, sus jóvenes inconformistas hastiados de la política tradicional, y en los últimos años ellos han marcado la pauta de la política general de los países, han terminado por imponer una presencia muy visible como protagonistas indiscutidos del debate político y social. Pero en el caso chileno emerge un síntoma extremo de separación y mutua negación entre estos amplios y crecientes sectores de la sociedad y las instituciones, partidos y medios de comunicación. Aquí surge la impresión de que todos los puentes han sido dinamitados, de que el cortocircuito político-cultural persiste y genera un apagón mucho más grave y duradero del provocado durante la dictadura.



La transmisión generacional en el seno de la izquierda chilena parece no incluir en absoluto un canal de atención hacia lo que está pasando con las nuevas hornadas de la juventud rebelde, de aquella juventud dotada de un sentido de alegría colectiva y de conciencia histórica que no se deja envolver en el papel estereotipado de una modernidad trasnochada e individualista que solo contempla la competencia económica y el arribismo como motor de la reproducción social. «El pueblo unido arrasa sin partidos», iban cantando el domingo moros y cristianos, indios y huincas, venerables princesas indígenas y jóvenes de las barras bravas, seductoras y desafiantes adolescentes sin remilgos y algunos, muy pocos, supervivientes canosos del sesenta y ocho. Y ciertamente ninguno de ellos parecía huérfano.



Más que un aislamiento de esta manifestación, lo que percibí entonces fue la ausencia de aquella sociedad que se aísla y se automutila de una de sus partes más vitales, que no quiere saber nada de nada fuera del consumo y de la búsqueda desesperada de un placer casi solipsista y autoreferencial cada vez más difícil de definir y atrapar. La ausencia aletargada de los que piensan lo moderno a partir de categorías ya en desuso desde hace casi una década en todas partes, sin darse cuenta de que las mayorías están entrando de nuevo en juego con alegría y prepotencia. En realidad los elementos de modernidad enquistados en la sociedad chilena se revelan en lugares y formas que a muchos pueden parecer insospechadas, pero que a un ojo menos comprometido con las necesidades del sometimiento lucen como evidentes.







* Profesor de literatura hispanoamericana de la Universidad de Torino, Italia.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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