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Pedofilia, defensa del honor y libertad de expresión


La UDI acaba de presentar una querella por injurias y calumnias en contra de la diputada María Pía Guzmán, a raíz de sus polémicas declaraciones de la semana pasada. Muchos considerarán que este es el único curso de acción posible ante acusaciones tan graves como las que se han ventilado y que tanto el honor como la privacidad de las personas deberían gozar de una protección más intensa que la que actualmente gozan en nuestra legislación. Voy a sostener, a continuación, el punto de vista opuesto. En otras palabras, que la rehabilitación que los afectados buscan a través de la ley penal, resulta sofocante para la libertad de expresión y constituye una poderosa razón a favor de la despenalización de los delitos contra el honor.



En los delitos contra el honor (injuria y calumnia), la decisión de echar a andar el poder punitivo del Estado tanto como de desactivarlo quedan entregados al arbitrio del querellante (acción penal privada), quien le traspasa la carga de la prueba al orador, quien sólo puede defenderse probando la verdad de todas y cada una de sus alegaciones(exceptio veritatis). La cuestión debatida en este caso es si la diputada tenía antecedentes serios para hacer tales aseveraciones o si estaba lanzándose a una piscina sin agua. Traduciendo a lenguaje procesal penal, la cuestión es si ella podía probar sus dichos según los estándares de un proceso criminal. Habría que preguntarse, entonces: ¿Es consistente con la libertad de expresión, impedirle a los ciudadanos hablar a menos que puedan probar sus palabras en un tribunal?. Y aunque lo fuera, ¿se consigue una genuina rehabilitación de los afectados a través de la ley penal?



Como concluye el juez Brennan, en el famoso fallo New York Times vs. Sullivan de 1964, la defensa de la verdad que se realiza poniendo la carga de la prueba sobre el demandado, no implica que sólo las falsas imputaciones serán acalladas. Bajo una regla semejante, los críticos del gobierno serán impedidos de vocear sus críticas a la conducta oficial, aún si ellos están convencidos de la verdad de las mismas, o incluso si ellas son de hecho verdaderas, debido a la duda de si podrán probarlas en la corte o al temor del costo que les irrogará hacerlo. Dicha regla debilita el vigor y variedad del debate público, conduciendo a la autocensura.



Pero, además, la defensa del honor a través de la ley penal resulta una ficción costosa. El resultado de un proceso por calumnias no concluye la inocencia del afectado sino que, por definición, sólo constata la incapacidad del demandado de probar su culpabilidad. Los delitos contra el honor son, en consecuencia, la mejor defensa de los culpables. Las reacciones airadas de estos días contribuyen a sembrar más que a disipar las dudas. Lo único que restituye la verdad y recompone las confianzas es un debate abierto y desinhibido en el que puedan sopesarse los méritos y deméritos de lo dicho por la diputada. Después de todo, los males de la libertad de expresión se curan con más expresión y no con menos. Por eso gana terreno en el derecho comparado la tendencia a regular la protección del honor en el ámbito civil y no penal y, en ocasiones, según una regla como la del caso Sullivan que invierte la carga de la prueba, obligando al demandante a probar malicia real, esto es, que el orador hizo afirmaciones falsas a sabiendas de su falsedad o con negligencia grave sobre su verdad o falsedad. El gobierno está actualmente empeñado en llevar la defensa del honor al campo civil, aunque según una regla más moderada que la de la malicia real, pero de poco servirá si no se despenalizan, simultáneamente, la injuria y la calumnia.



* Abogado. Master en Derecho (LL.M.) de la Universidad de Wisconsin-Madison y Profesor de la Escuela de Derecho de la Universidad Diego Portales (UDP).

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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