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El Congreso y un nuevo escándalo


Una relación curiosa es la que existe entre la ciudadanía y los dirigentes políticos en general y los parlamentarios en particular. La imagen del conjunto de estos últimos no puede ser peor y así lo demuestran, de modo sostenido, diversos sondeos de opinión. Mientras la Iglesia Católica y Carabineros de Chile son las instituciones mejor evaluadas, el Congreso está al final de la tabla de posiciones.



Lo que resulta contradictorio, sin embargo, es que la evaluación que las personas tienen de sus parlamentarios, es decir, de sus representantes por distritos o circunscripciones es, en términos generales, es más que satisfactoria y difícilmente los vincularían a hechos ilegales o moralmente reprochables. En otras palabras, el «gremio» sufre un fuerte desprestigio, pero sus miembros individualmente considerados cuentan con una buena imagen.



La contradicción planteada no es fácil de explicar, pero resulta posible insinuar algunas razones. Una, en la que parece haber cierto acuerdo, es que la mayor parte de la población no tiene suficiente formación ni información respecto de las funciones del parlamento y es generalizado el desconocimiento de sus facultades y limitaciones. En nuestro régimen político tan exageradamente presidencialista, el ejecutivo no solo gobierna, sino que como colegislador, cuenta con muchísimas más facultades que el propio parlamento, lo que naturalmente conduce a que en la gente se generen expectativas que el Congreso y sus miembros no están en condiciones de satisfacer. A lo anterior se agrega cierta conducta de algunos congresales, en particular en épocas de campañas electorales, que ofrecen lo que no pueden cumplir y contribuyen de ese modo, a profundizar la desinformación y deteriorar la imagen colectiva.



Otro hecho que contribuye al desprestigio de la llamada «clase política» son conductas individuales por las que pagan justos por pecadores. Abusos de poder, excesiva figuración en los medios de comunicación, decisiones que parecen arbitrarias y para el beneficio personal, junto al mal uso de ciertos privilegios, son atribuidas a todos en general y no solo a quienes incurren en ellas.



Frente a todo esto, sería injusto sin embargo no reconocer dos hechos objetivos. El primero, es que las acusaciones que han producido escándalo en los últimos años, en su enorme mayoría, terminaron siendo infundios y que aún así, deterioraron la imagen del Congreso. Parlamentarios drogadictos, participación en fiestas impropias, dictar leyes en su propio beneficio y muchas otras, fueron parte de esas imputaciones que afectaron su credibilidad. El segundo, es el interés del propio Congreso por corregir ciertas costumbres históricas, que no contribuían a una apropiada imagen frente a la ciudadanía. La creación de comisiones de ética, establecer por ley las remuneraciones de los parlamentarios, reglamentar los viáticos para viajes al extranjero, el fin de jubilaciones especiales, entre otras, no han sido debidamente valoradas como un esfuerzo de mayor transparencia, orden y austeridad.



Estos últimos días una nueva denuncia, sin fundamentos serios, impactó la imagen del Congreso. Esta vez provino de uno de sus propios miembros -lo que sumó un elemento de mayor gravedad- convirtiéndola en un escándalo público. Los chilenos cambiamos el orden de las cosas y, en lugar de presumir inocencia hasta que se pruebe lo contrario, condenamos a priori. Con toda seguridad el curso de los acontecimientos y la investigación demostrarán que se trató de un infundio irresponsable o de una operación para provocar daño a determinadas personas o sector político. El resultado: la imagen colectiva gravemente dañada y la honra de los involucrados y sus familias afectadas de un modo casi irreparable.



Si parte de la opinión pública se empeña además en sostener la teoría de la «autoprotección» y de que se toparon hechos graves, entonces resultará imposible limpiar la mala imagen del parlamento y cualquier esfuerzo serio por devolverle el prestigio, será completamente inútil.



Frente a lo ocurrido no queda más que esperar de los parlamentarios seriedad y prudencia en sus conductas, y de la ciudadanía objetividad y cuidado para juzgar y evaluar a nuestras instituciones republicanas, esas actitudes harán posible la construcción de una mejor democracia para Chile.





(*) Diputado RN

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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