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Conflictos «sin» sociedad


No se podrían entender las distintas formas en que se manifiesta la conflictividad social presente sin hacer referencia a la lógica de los procesos que la desencadenan, ni a los actores sociales en cuya trama de intereses y expectativas se genera.
Durante el proceso de industrialización y el modelo de sustitución de importaciones los conflictos se ubicaban -predominantemente- en el campo socioeconómico, en donde el trabajo y las relaciones laborales representaban la modalidad «central» de integración social. Existía una matriz sociopolítica única, conformada por el Estado en la que empresarios y obreros disputaban la distribución del ingreso nacional. El conflicto social se daba en el espacio de la fábrica pero las negociaciones eran colectivas por rama de actividad. Las luchas sociales devenían en conflictividad política en la medida en que desde las fábricas se pasaba a una disputa que se extendía al todo social, lo que adquiría dimensiones que tenían una incidencia directa sobre la orientación y apropiación de los frutos de la acumulación capitalista. Los actores sociales eran corporativos -cámaras empresarias y sindicatos- y existía un modo de acción colectiva único, representado fundamentalmente por la huelga.



En un contexto democrático y con una economía centrada en la producción, se discutía una política laboral y, sobre todo, una política de ingresos. Y aún con grandes imperfecciones, el Estado conseguía legitimarse a través de mecanismos arbitrales; la justicia lograba regular el ámbito de las relaciones laborales que le eran sometidas; y los mecanismos de representación democrática contenían la conflictividad social abriendo espacios de participación al movimiento obrero.



Con el advenimiento de la globalización y simultáneamente, con la acentuación del proceso de constitución de los derechos subjetivos y la evolución de las identidades culturales, el escenario de la conflictividad cambió profundamente. En primer lugar, porque el Estado «nacional» dejó de ser el recinto del poder y la instancia institucional configuradora de la sociedad por encima de la economía y del escenario global. En segundo lugar, por el proceso de fragmentación social que se deriva de los procesos de individuación y las luchas contra las discriminaciones en la cultura.



En el primer caso se generan continuas tensiones debido a los efectos negativos de la globalización en términos de desprotección de la actividad productiva. No menos importante es la cuestión crucial del endeudamiento externo, que exige una abultada transferencia de preciosos recursos que podrían ser invertidos en acumulación de capital humano. Se percibe una globalización «agresiva» que impone medidas económicas y sociales que traen aparejadas el desempleo, la precarización del trabajo, la exclusión y la pobreza.



En el segundo caso, la profundización de la modernidad ha generado un proceso de fragmentación social, cuyo origen puede ser encontrado en el individualismo y la acentuación de la subjetividad promovidos en la cultura. Así, existen un sinnúmero de grupos y de organizaciones sociales que reivindican su identidad y derechos particulares ante las discriminaciones en la cultura: las mujeres, los niños, los discapacitados, los indígenas, los adultos mayores, los homosexuales, los drogadictos y los portadores de Sida entre muchos otros. A su vez, dentro de cada una de estas categorías existen subdivisiones que fundamentan causas muy diferentes. En el campo socioeconómico, nuevos actores han surgido como resultado del agudo proceso de exclusión social y la pobreza, particularmente los «sin»: sin trabajo, sin techo y sin tierra entre los más conocidos.
La sociedad lejos de reconocerse en un punto unitario, en un centro unificador o en una ciudadanía común, aparece como desgranada en una serie de reclamaciones asociadas a carencias de todo tipo, como a la exigibilidad de derechos, lo que produce una constante congestión de demandas y un clima de verdadera «inflación» de derechos. Cada uno de los diferentes grupos lucha por la superación de sus carencias, por el respeto de sus derechos, desarrolla sus propios códigos, cultiva una misma tradición y muchos de ellos plantean propuestas raramente complementarias con las demandas legítimas de otros grupos que también luchan por la visibilidad de sus derechos. La preocupación por el conjunto de la sociedad se desvanece y se engendra un verdadero «babelismo social».



Con respecto a las formas de lucha, éstas tampoco reconocen una modalidad única ni predominante desde que estas prácticas se reconocen por las distintas formas de exclusión, que se generan y/o por los diferentes derechos que son violados. Ya no son necesariamente huelgas, sino esencialmente acciones destinadas a la ocupación del espacio público: el corte de calles, rutas y puentes, las marchas y caravanas, las concentraciones en plazas, la ocupación del hospital o la escuela, los «escraches», los «cacerolazos», las carpas, las asambleas barriales y las manifestaciones expresivas son como la «teatralización» de situaciones realizadas en la vía pública. Si hay algo en común en esas manifestaciones, es que todas pretenden capturar la atención de los medios de comunicación -que generalmente trasmiten los conflictos en «tiempo real» -. Muchos actores sociales, conociendo los modos de operación y las prioridades mediáticas, han desarrollado verdaderas «producciones» de incidentes actuados. Con ese propósito, las modalidades de acción colectiva pasan frecuentemente por acentuar la dramaticidad de las circunstancias, «la victimización» de los sujetos y hasta la amenaza o directamente la generación de violencia como posibilidad de exigencia de derechos. Todos batallan por definir una prioridad particular en la agenda política.



La paz social es ahora un proceso de equilibrios provisorios y compromisos inestables. Atentan contra ella tanto los viejos conflictos de origen económico-social que todavía subsisten, como los nuevos reclamos derivados de la exclusión, la pobreza y las luchas por el reconocimiento de identidades y derechos. Y en situaciones críticas, con consecuencias sociales altamente asimétricas, el capitalismo muestra «su» verdad desnudando quién se queda con qué; en otras palabras, haciendo transparente que las relaciones económicas son sobretodo relaciones de dominación.
En estas circunstancias, los procesos de resolución de conflictos se hacen muy difíciles ya que los mismos son poliformes, los interlocutores muy variables y los problemas -debido a su dramaticidad- tienden a colocar a los actores sobre el eje negociable-innegociable. Lo «innegociable» como la coherencia y el compromiso con la causa y de otro lado, lo «negociable» como la claudicación. Pero como el consenso sobre posibles cursos de acción aceptables es esencialmente sobre cuestiones innegociables, se requieren importantes márgenes de transigencia. Ahora bien, en el mundo de la necesidad, admitamos que la tolerancia es lo menos frecuente. Igualmente, plantear escenarios flexibles es muy arduo puesto que los dirigentes emergentes de los conflictos tienden a radicalizar su discurso ya que a su vez, en sistemas de democracia directa, deben afrontar significativos y crecientes desafíos para sustentar su liderazgo mostrando que efectivamente consiguen subsidios altamente valorados por los grupos a quienes representan.



En situaciones críticas el dinamismo de la conflictividad social se acelera, aunque su intensidad puede ser de rango variable y su continuidad oscilante. Como es conflictividad que en su mayor parte se da fuera de la institucionalidad, sus expresiones se hacen multiformes, el contenido de sus demandas es muy heterogéneo y las consecuencias de las acciones que promueven frecuentemente son difíciles de prever. No es una «nueva» revolución sino que más bien predomina en todas sus formas la lógica de la individuación. Y todo proceso de individuación se construye con códigos de poder por fuera de una lógica igualitaria y de una preocupación por el conjunto social. Por tanto, su argumento reside también en la fuerza y en ese contexto, el desenlace es previsible.



La morfología de la conflictividad social puede entonces reconocer instancias eruptivas y violentas, y otras acomodamientos provisorios; allá, conflictos locales y barriales; aquí, ocupaciones de puentes o rutas; en otro vecindario, reivindicaciones por el hospital, la seguridad, o la escuela. No se trata de invalidar una ciudadanía «barrial», «villera» o identitaria. Pero debe esclarecerse que es una ciudadanía reducida a fragmentos, productora de conflictos coyunturales, de demandas, protestas, denuncias y quejas que generalmente, apenas alcanzan para el reportaje circunstancial o el noticiero efímero. Ausencia de subjetividad histórica, carencia de proyección colectiva. Conflictos «sin» sociedad.



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Argentino. Graduado en el London School of Economics. Ex Director de la Oficina de Unicef para Argentina en los años 90. Asesor regional de Unicef para América Latina y el Caribe en Políticas Sociales durante la década del 90, asesor en Politicas Públicas y Sociales para diversas asociaciones públicas argentinas.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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