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La íntima lejanía de dos grandes escritores


En el programa de actividades de la Feria del libro de Santiago, que se inauguró ayer en la Estación Mapocho de la capital, destacan por encima de los demás dos «eventos» que hacen pensar en un paralelismo quizás antojadizo, pero sugerente, en el panorama de lo que se podría llamar, con una cierta amplitud de criterio, las «letras nacionales».



Me refiero a los sendos homenajes que la Feria brinda a los escritores de origen chileno Mauricio Wacquez y Roberto Bolaño, hombres que se quedaron viviendo definitivamente muy lejos de Chile, aun sin abandonar casi nunca el ámbito lingüístico castellano, y que no obstante ello hasta al final de sus vidas cultivaron una relación muy especial – oblicua, intensa, incluso rencorosa – con el país que les vio crecer.



Escritores con sensibilidades literarias diferentes, Wacquez y Bolaño asumieron sin embargo un destino parecido, el de hombres libres y sin patria que perseveraron con extrema coherencia en su labor solitaria y poco remunerada. La escritura fue para ellos una ocupación casi sagrada, llevada a cabo con un esfuerzo y un talento que no se medían con el metro de las recompensas de la industria cultural y que merecen hoy un reconocimiento que los sitúa en un lugar privilegiado en la literatura chilena de finales del siglo XX.



La exaltación hormonal que la enfermedad y la muerte provocan en la sensibilidad chilena ha terminado en este caso por favorecer el «descubrimiento» de estos dos grandes escritores, ignorados y ninguneados durante décadas mientras estaban vivos y trabajando en libros que hoy los anteriormente distraídos comentaristas nacionales consideran fundamentales. Pero nunca es tarde, se podría decir, y es de agradecer la revelación que ahora abrirá a miles de lectores el acceso a textos literarios de tal envergadura.



El paralelismo de estos destinos podría sugerir, desde luego, algunas reflexiones histórico-culturales sobre la relevancia de esta ambigua y rica relación que algunos intelectuales chilenos han instaurado con su país especialmente en los últimos treinta años. El exilio y autoexilio como alimento espiritual que excluye con decisión aquel victimismo del destierro oficial que a muchos concedió fama y grueso sustento; lejanía que se asume como opción valiente y dispuesta a todo, que rompe definitivamente las amarras y que abriéndose al mundo ancho y ajeno devuelve con creces al país lo que éste pudiera pretender.



Profesor de Literatura Hispanoamericana,
Universidad de Torino, Italia

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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