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El derecho a la intimidad y el interés general


Benjamin Constant, en su ya celebre conferencia «La libertad de los antiguos comparada con la libertad de los modernos» que pronunciara en el Ateneo de París en 1819, daba con un aspecto crucial sobre el que se articula buena parte de nuestra cultura actual, a saber: el acento que ponemos en las libertades individuales.



Según Constant la única libertad permitida a los antiguos era la de intervenir en los asuntos públicos, las libertades individuales, en cambio, les estaban vedadas, ahogadas bajo el peso de una moral anclada en la religión que dirigía su mirada escrutadora a cada rincón de la personalidad. Los colonos de Nueva Inglaterra, por ejemplo, dormían con las luces encendidas en señal de que nada tenían que esconder a sus vecinos. Los modernos, dice Constant, conservamos nuestras libertades políticas al tiempo que gozamos de libertades individuales. Participamos de los asuntos de la ciudad, precisamente como un medio para preservar un espacio de no-intervención en el que podemos ser auténticamente libres. Necesitamos de estos espacios, que designamos como intimidad o privacidad, para buscar nuestro propio bien a nuestro propio aire. Esta según Mill es la única libertad que merece tal nombre.



La esfera de la intimidad, que discurre quizás por detrás de todo discurso, pues habitan allí los monstruos de nuestras fantasías y deseos más inconfesables, esos que aún no han tomado forma en palabras, requiere de un velo que nos proteja de las miradas ajenas. Pues como decía Sartre «la mirada del otro nos esclaviza». Cosa similar ocurre en el plano de la intimidad, aquel donde los otros tienen tan sólo un acceso restringido que administramos soberanamente. Necesitamos de los otros pero no con la misma intensidad, y por ello tenemos el derecho de decidir quienes tienen el privilegio de vernos tal como somos, con nuestras grandezas y miserias. La casa del hombre es su castillo, y sólo a él compete entregar las llaves para traspasar su umbral. Estos motivos tan fuertemente arraigados en la conciencia moderna explican la sensación incomoda que nos recorre cuando se develan aspectos de la intimidad o privacidad de una persona, como ha ocurrido esta semana a propósito de los tortuosos senderos que ha recorrido el caso Spiniak.



Cabe preguntarse entonces, ¿Hasta que punto podemos defendernos de las miradas de los otros?, ¿Y por la contraria en que circunstancias estamos legitimados para descorrer el velo y hurgar en aquellos aspectos de la vida ajena que permanecerían, de otro modo, secretos?



Por lo pronto hay que decir que aspectos que consideramos como esencialmente privados, como el resultado de nuestros exámenes médicos o nuestra información financiera, pueden perder ese status en ciertos casos. Alguien puede pensar que su adicción al alcohol o las drogas es un asunto que sólo le compete a él, pero ciertamente no estaremos de acuerdo con ese juicio si quien lo formula es el piloto del avión que estamos a punto de abordar o el cirujano que nos tiene con el pecho abierto segundos antes de practicarnos una delicada intervención. En esos casos, todos querríamos saber y estaríamos dispuestos a defender que teníamos derecho a esa información. Así por ejemplo, en una reciente conferencia el Profesor argentino Ernesto Garzón-Valdés defendió la tesis de que la ciudadanía argentina tenía derecho a saber que el entonces candidato a la presidencia Juan Domingo Perón estaba al borde de la muerte y que el diagnóstico de los doctores Taiana y Cossio, que se cumpliría sólo meses después con Perón ya en el poder, no estaba resguardado por el secreto profesional por estar involucrado el interés general. De haberse sabido este hecho, concluye, se habría evitado la asunción al poder de su esposa y probablemente una de las crisis políticas más graves de la historia argentina.



Por consideraciones como las expuestas hasta aquí, se ha impuesto en el derecho comparado la convicción que si bien las personas públicas tienen derecho a la intimidad y a la privacidad, no gozan de estos derechos con la misma intensidad que las personas privadas. La distinción entre estos términos es siempre resbalosa y no puedo detenerme mucho en ello en estas líneas. Baste decir que son públicas no sólo las personas que ejercen cargos públicos, sino también aquellos que por su posición, influencia o profesión actúan a la vista de los demás. Lo central aquí, quizás, sea la cuota de poder, el cuan influyentes puedan ser estas personas ya sea que su poder derive de su posición en el Estado o fuera de él, ya sea en los negocios u otras instituciones privadas como gremios o grupos de interés. Esto puede resultar decisivo a la hora de decidir, por ejemplo, cuanto derecho a la intimidad tienen los famosos pues mientras los poderosos condicionan nuestra vida, estos últimos sólo nos dan solaz. Considerada la categoría de persona pública, entonces, desde el ángulo del poder se revela con claridad por qué debe restringirse su capacidad de sustraer aspectos de su vida al conocimiento de los demás. Simplemente, porque algunos de estos aspectos pueden afectar nuestras vidas de modo dramático y duradero como ocurriría en el caso del piloto adicto o del cirujano de manos temblorosas.



En la declaración pública del magistrado Daniel Calvo se recoge uno de los aspectos considerados más arriba, una actividad privada deja de serlo si tiene connotaciones delictivas y esto es particularmente cierto en el caso de un juez. No sabemos si éste es el caso aquí y mientras no haya pruebas contundentes el magistrado tiene el derecho de que se le presuma inocente. Su brillante historial, además, inclina la balanza en su favor. Ha sabido ser diligente e imparcial en casos de particular complejidad como el de violaciones a los derechos humanos. El haber demostrado independencia entonces, es un indicio de que puede ser independiente ahora. Pero, lamentablemente, es sólo un indicio que puede decaer en un examen posterior. No sólo el carácter delictivo de una conducta la transforma en pública, también si estas conductas -por más que sean irreprochables en general- colocan a un juez en una situación de vulnerabilidad. En otras palabras, si lo vuelven inerme frente a los poderosos que, eventualmente, se verán afectados por sus decisiones. Y eso es perfectamente posible en este caso. La orientación sexual de una persona sigue siendo considerada por importantes segmentos de la población como una mancha, más aún como un defecto de la capacidad moral de una persona. Aunque no esté escrito en ningún libro, sabemos que este juicio opera como «el fantasma en la maquina» que decide la admisión, las promociones y el éxito en muchas instituciones publicas y privadas. Por ello muchas de estas personas se ven condenadas a llevar una doble vida, y por eso quienes son motejados de homosexuales, se apuran en desmentirlo. Porque saben que entre nosotros esto sigue siendo el descrédito y más temprano que tarde la caída y el fracaso. ¿Puede ser este el caso del magistrado Calvo? Pues bien, develar no ya la orientación sexual de una persona pero su vulnerabilidad a la extorsión y al chantaje, puede ser de primer interés para la ciudadanía. Especialmente en un caso como éste en que la suspicacia del público se ha radicalizado. Creo ver aquí un interés público comprometido que legitimaría la conducta de los medios que han descorrido el velo. No me parece que haya aquí una intromisión ilegítima en la esfera de la privacidad, incluso si dicha información ha sido obtenida por medios subrepticios. Si el periodismo investigativo se contentara con lo que estuviésemos voluntariamente dispuestos a revelar, terminaría sólo publicando panegíricos de los influyentes y los poderosos.



* Abogado, Master en Derecho de la Universidad de Wisconsin-Madison. Profesor de la Escuela de Derecho de la UDP.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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