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Los otros escándalos de la política chilena


El cúmulo de escándalos que viene sacudiendo a la política chilena es susceptible de una lectura tanto positiva como negativa. En efecto, se puede alegar que es bueno y necesario que los medios develen aquellas acciones y prácticas reñidas con una cierta moral compartida. Esta lectura positiva atribuye a los medios un papel fiscalizador del espacio público; así, entonces, cada denuncia no es sino un creciente grado de indispensable transparencia en un país que ha vivido, durante demasiado tiempo, el ocultamiento y la opacidad.



En una lectura crítica, la mentada transparencia se torna más bien relativa, puesto que si bien la prensa denuncia escándalos de corrupción que van del dolo a la pedofilia, no es menos cierto que ninguno de las cuestiones que ocupan los titulares de los medios de comunicación toca los «otros escándalos» que afectan a la sociedad chilena actual. Nos referimos, por cierto, a ciertas condiciones y estructuras sedimentadas ya en la vida cotidiana de la población y que son aceptadas con una bovina ingenuidad, cuando no con indiferencia. De este modo, los escándalos del día ocultan la situación escandalosa en que hemos vivido por décadas. La discusión política desplaza la discusión a ciertos «casos emblemáticos», sin desnudar las cuestiones de fondo. Los árboles no nos dejan ver el bosque.



Al ver las «noticias», advertimos que gran parte del espacio, sea televisivo, radial o de prensa, es ocupado por una retahíla de corruptelas, violencia y perversión. Pareciera que vivimos en un mundo caótico e inseguro. Es claro que un diagnóstico tal fortalece los discursos conservadores que conjugan el talante represivo con un reclamo virtuocratico. Tal fue la fórmula de Reagan y Thatcher en los ochentas, tal ha sido la estrategia de la derecha chilena, que de hecho, ha logrado en cuestión de años instalar en el imaginario social una nueva «agenda», cuyos ejes son: la seguridad ciudadana, la cesantía, crisis de valores, entre otros. Por el contrario, los temas de fondo que justificaron el ascenso de los sectores democráticos a principios de los 90, parecen hoy tan lejanos y distantes como extemporáneos.



En un catastro mínimo de los «otros escándalos» que nos afectan día a día, habría que señalar, entre muchos: la inconclusa situación y el escaso avance en el tema de la violación de los derechos humanos durante la dictadura militar. El nulo avance en materias de reforma constitucional, con el escándalo evidente de que el Presidente de la República no puede remover al jefe de la policía ni a ningún oficial superior de la Fuerzas Armadas. La escandalosa situación laboral que se traduce en que Chile sea uno de los países con la mayor desigualdad en el mundo, donde un quinto de la población concentra más de la mitad del ingreso nacional. El escándalo que significa el desamparo de millones de chilenos ante un sistema de salud mercantilizado. El escándalo mayúsculo que significa el «apartheid educacional» que condena a millones de niños a una situación de precariedad social y, eventualmente, laboral. En suma, el escándalo de vivir día a día sometidos a los dictados de una «democracia de baja intensidad», que como en muchos países del Tercer Mundo sigue administrada por intereses empresariales globalizados y por elites castrenses mal camufladas detrás de partidos y movimientos que no sólo no reniegan de su pasado dictatorial sino que se aprontan a reeditar, bajo la forma neopopulista, sus viejas prácticas.



Restituir en Chile una «moral pública» no es un asunto que se resuelve sólo en los tribunales o en los púlpitos, es ante todo, un problema político. En el límite, el actual estado de miserabilismo en que nos hayamos sumidos no es sino el hedor de un país se ha negado a abrir de una buena vez las ventanas. La pretensión de mantener el actual estado de cosas en nombre de la «paz social» como una ventaja competitiva para insertarnos en el mundo globalizado, no sólo es falaz sino profundamente ingenuo, ya que cualquier pretensión de desarrollo tecnoeconómico supone y exige profundizar en el desarrollo social, político y cultural. Aquellos países que apostaron solamente a los «milagros económicos», descuidando su desarrollo político y social, han pagado un alto precio al cabo de algunos años: he ahí el «milagro brasileño» de los sesenta, el «milagro venezolano» de los setenta….



Cuando el quehacer político de las cúpulas partidarias se resuelve entre «coimas» y «sodomía», entramos en un proceloso camino que no augura nada bueno para nadie. Es el camino de la degradación de nociones básicas como democracia, política y, en último trámite, de la noción misma de libertad.



* Investigador y docente de la Universidad ARCIS

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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