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La triste república de Putin


Alguien definió los hechos acaecidos en Moscú durante este otoño de 2003, como la segunda república de Putin. El arresto del «petrolero» Khodokovskij rubrica el comienzo del choque entre las dos facciones del liderazgo ruso que habían pactado un armisticio, también en otoño, hace tres años. Todo permite intuir que será un encuentro definitivo y que cuando haya terminado el que el poder ruso tendrá otra fisonomía. Cuán nueva será es lo que está por decidirse.



Sólo que no lo podremos comprender si no sabemos qué fue -y en parte aún es- la primera república.



Su fundador fue Boris Yeltsin, eso lo sabe todo el mundo; lo que no se sabe es que el «primer presidente elegido democráticamente de Rusia», apenas electo, se preocupó esencialmente de construir un poder personal paralelo, de tipo clientelista-feudal, que nada tenía que ver con la democracia. De ello sólo ahora la gente se está comenzando a dar cuenta.



A su alrededor se formó un extraño grupo de personajes, mezcla de la antigua burocracia estatal otrora comunista y la mafia de la economía «sumergida» de los tiempos soviéticos: jovencitos lo suficientemente desprejuiciados como para arrasar con todo lo que el viejo Boris distribuía para tenerlos a su lado.



El grupo de los oligarcas se formó a la sombra de este sotobosque y recibió, a cambio de la ayuda suministrada al nuevo zar -miles de millones de dólares-, la propiedad del Estado ruso. Esta verdadera banda de «ayudantes de campo» floreció gracias a que el viejo Boris estaba más ocupado en beber que en gestionar los asuntos de Estado. Los nombres son conocidos casi exclusivamente por los especialistas en los asuntos rusos, pero emergen, ahora, en el momento del choque: Boris Berezovskij, Tatjana Djacenko, la hija del zar, Aleksandr Voloshin, Valentin Jumashev, Anatolij Ciubais. Entre ellos es obligación incluir también a Vladimir Gusinskij e incluso a Khodorkovskij, Egor Gaidar, Piotr Aven y Sergei Potanin. Todo un elenco.



Cuando se hizo claro que Boris Yeltsin no podía continuar a cargo -exactamente en la primavera de 1999- hubo que encontrar un sustituto. Desde Washington había llegado una señal precisa: hagan algo y sáquenlo del medio, es impresentable. Se usó al Corriere della Sera para lanzar un segundo aviso: la publicación de una minúscula parte de los secretos bancarios suizos del zar y su hija y de Boris Berezovskij.



En las lujosas «dachas» hollywoodenses de Serebriannij Bor se decidió la suerte de Rusia. ¿Pero a quién elegiría -o se le hacía elegir- al pueblo ruso? No había ningún personaje presentable en el equipo. Un oligarca cualquiera propuso a Vladimir Putin. Un hombre sin rostro, un desconocido, objetaron. Luego comprendieron la sabiduría de la proposición.



Cualquier otro personaje conocido, real -el general Aleksandr Lebed, por ejemplo- hubiera sido peligroso: muy popular y, en consecuencia, incontrolable. Pero elegir a un desconocido en cambio, era difícil. Entonces el mismo oligarca y príncipe elector sugirió «crear una guerra victoriosa para Putin y mandarle a hacer el traje de salvador de la dignidad rusa».



Vladimir Putin fue nombrado jefe de gobierno en medio de la sorpresa general el 9 de agosto de 1999, un día después de que -otra sorpresa general- el comandante chechenio Shamil Basaev desencadenara una inexplicable ofensiva contra Dagestan. La segunda guerra chechenia comenzaba junto a la fulgurante carrera del «Señor Nadie».



Se le explicó que no debía tocar ninguna joya de la familia. Boris Yeltsin recibiría una generosa pensión, su Familia (en el sentido mafioso, n del t.) el goce de todos los bienes habidos hasta ese momento y la promesa de una impunidad total para los integrantes de la primera y segunda generaciones. Para los oligarcas fue el juramento solemne de que las privatizaciones no serían nunca más puestas en tela de juicio



Al futuro zar se le permitía traer consigo a sus favoritos, todos provenientes de la ex KGB y a sus amigos de San Petersburgo: no se le puede pedir a un zar que prescinda de su corte. Tres supervisores especiales cautelarían el cumplimiento del pacto -que prolongaría la primera república rusa al infinito-. En orden de importancia, éstos fueron: Vladimir Voloshin, jefe de la administración presidencial de Yeltsin; Mikhail Kasjanov, jefe del gobierno de Yeltsin; Anatoli Ciubais, nombrado, también por Yeltsin antes de su retiro, cabeza del monopolio estatal ruso de energía eléctrica: el único oligarca de Estado entre los oligarcas privados.



Estos tres hombres conocen y esconden todos los secretos y documentos comprometedores de la república yeltsiana porque formaron parte de ella. Por lo mismo son vulnerables, pero si caen arrastrarían a cualquiera que haya sido de la partida. Vladimir Putin como ya es claro, no era un reserva. Y la presencia de los tres supervisores lo ha tenido bloqueado por tres años completos.



En este tiempo, no obstante, ha reforzado lentamente su equipo, formado por esos que los analistas de temas rusos llaman «siloviki» -hombres provenientes del ejército, policía y servicios secretos-. A este equipo no le gusta «bajarse los pantalones» (expresión escuchada por quien escribe en una entrevista con uno de ellos) frente a los estadounidenses.



El tira y afloja se ha prolongado por tres años, período en el que el nuevo presidente se contentó con liquidar sólo a dos oligarcas: Boris Berezovskij y Vladimir Gusinskij: cometieron el error de apoderarse de los dos canales de televisión más importantes de Rusia. Inaceptable para el nuevo zar, pues nunca se sabe lo que puede hacer la televisión en manos de un oligarca descontento. Resultado: dos órdenes de captura y exilio forzado para ambos.



El otro equipo -el de los oligarcas y la Familia- ha comenzado a afilar los cuchillos y a usar sus contactos ultramarinos preparándose para lo peor. El ingreso en política del joven Khodorkovskij fue la señal de que estaban listos para dar batalla. No de inmediato, sino gradualmente. A Putin se le reservaba una inevitable victoria para su segundo mandato, pero -mientras se preparaba la llegada a la presidencia de Khodorkovskij en las elecciones presidenciales de 2008.



Putin, que no tiene la menor intención de irse cuando finalice el segundo mandato, respondió como sabemos. El pacto se ha roto. Después del arresto de Khodorkovsij, Aleksandr Voloshin renunció a la dirección de la poderosísima Administración Presidencial. Ciubais se quitó el antifaz al ofrecerle a Voloshin la presidencia de su empresa Rao-EES. El único que permanece silencioso es Mikhail Kasjanov, el as de pica. Él que sabe todo de todos. Fue él, en 1998, el joven viceministro de Finanzas encargado de las relaciones con el Fondo Monetario Internacional, y el que administró la «desaparición» de los 4,700 millones de dólares que el FMI había regalado a los oligarcas en la vigilia del gran crack del rublo en agosto de ese año.



Kasjanov sabe perfectamente a qué bancos -rusos y extranjeros- fue a dar ese dinero, sabe cuántos millones de dólares -lo sabe también la Corte de Cuentas rusa: 700 aproximadamente- llegaron a Tatjana Djacenko, cuántos al banco Menatep, cuántos a las Islas Caimán a qué cuentas corrientes, etcétera, etcétera. Por ahora permanece en su puesto y mantiene cerrada la cornucopia de barro. El tiempo dirá hacia cuál de las partes se inclinará.



La epopeya del joven Khodorkovskij terminó. A diferencia de los otros dos será castigado, porque el país que odia en firma unánime a los oligarcas quiere un castigo justo. Vladimir Putin se prepara a triunfar en las próximas elecciones, que han dejado de ser comicios presidenciales para convertirse en la elección de «Vladimir Vladimirovic».



Un egresado de Harvard, que bendijo la primera república rusa, acuñó el término «democracia autoritaria» mientras otros la llamaban «democracia controlada». Eufemismos falsos y sin sentido, porque ninguno de los relatos que conocemos tiene relación con la democracia por la simple y sencilla razón de que no existe ni la sombra de democracia en Rusia.



Sólo Silvio Berlusconi -que por ironía de la historia encarna a los contrincantes: Khodorkovskij, el hombre que se hizo a sí mismo a la sombra del poder, y Putin, el que comprendió inmediatamente el significado de tener todos los canales de televisión a su servicio- puede andar diciendo que todo va bien. Incluso en Chechenia, donde las elecciones fueron una farsa indecorosa de la que el mundo ríe y por la que los chechenios lloran.



Lamentablemente -y esta es también una parábola fatal- Berlusconi tuvo que tomar partido por uno de los dos. Debió elegir a Putin en vez de a Khodorkovkij, al zar contra las apariencias -engañadoras- del mercado. Además, la directiva del emperador de Washington era clara: no estar con la Unión Europea, no criticar al amigo Putin, sino defenderlo a toda costa. Por ello el presidente de turno de la Unión Europea ha mostrado al mundo que ésta vale para él menos de 30 denarios. Mejor servicio al emperador no podía concebirse.



Más adelante, cuando haya pasado un tiempo, cuando la lucha en Moscú ya tenga un resultado efímero, será útil recordar las palabras dichas en Roma. En tanto Rusia, con ese tipo de liderazgo, continúa hundiéndose inexorablemente, sin destino y sin idea de su futuro. Las mafias tienen esta característica: no producen nada. Son parásitas y se aferran a un cuerpo vivo para chupar todo. Hasta que el cuerpo muere.



El último censo de Rusia confirma que incluso la cuenta entre vivos y muertos es negativa. Y después del arresto de Khodorkovskij las previsiones de fuga de capital son de 8,7 mil millones de dólares para este año.





Escritor italiano, analista con largos años de residencia en Moscú y experto en la Federación Rusa

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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