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Acaso nuestra mutación antropológica esté ad-portas


Muchas veces en el curso de la historia las sociedades humanas han experimentado importantes transformaciones, pero los cambios que la organización social y económica ha conocido durante los últimos dos siglos pueden considerarse extraordinarios y decisivos de cara a lo que podrá devenir este planeta en el futuro. Razón por la cual es legítimo sostener, argumentar y cuestionar sin temor alguno juicios de valor sobre el carácter y contenidos de dicha evolución y poner en tela de juicio el dogma ilustrado según el cual todo progreso es positivo.



Pier Paolo Pasolini, poeta, novelista, polemista y director de cine italiano, acuñó el término «mutación antropológica» para definir el cambio de piel sufrido por las sociedades europeas continentales en un lapso de tiempo muy corto, entre comienzos y mediados del siglo veinte. La mayoría de estos países se habían convertido de sociedades semi-agrícolas y mercantiles, con un sedimento social prácticamente inmutado durante muchos siglos, en países industriales que veían subvertir la totalidad de las relaciones materiales y las escalas de valores espirituales a una velocidad que casi no les permitía tomar conciencia de lo que estaba ocurriendo. Proceso que junto a los adelantos materiales que innegablemente favorecían materialmente al conjunto de la sociedad, generaba inquietantes distorsiones culturales de difícil interpretación.



Pero fueron muy pocos los que en aquellos años de furioso desarrollo económico se sustrajeron al optimismo y al entusiasmo generalizado provocado por el «milagro» de la modernización, los que se dieron la tarea de observar con mayor detenimiento y espíritu crítico algunas consecuencias devastadoras de tal fenómeno. Tan sólo ahora, con la perspectiva del tiempo y con la posibilidad de tocar con la mano y contemplar fríamente el espectáculo de las montañas de escorias de la modernidad, se difunde en el llamado «mundo desarrollado» la reflexión crítica y se intenta poner remedio a lo que difícilmente tendrá remedio, porque quizá haya penetrado y legitimado capas muy profundas de la condición humana.



No obstante ello y con una ingenuidad asombrosa, que probablemente sea fruto de un espeluznante, y en cierto sentido sorprendente vacío cultural, Chile parece asumir todavía hoy la aspiración de calcar acríticamente aquella (y no otras que son patrimonio irrenunciable) experiencia moderna y de estimularse y excitarse ante tal perspectiva hasta límites obscenos, justo en los momentos en que esos detritos de la modernidad entran, por todas partes, en una fase de serio y generalizado autocuestionamiento. Las clases dirigentes chilenas, la orquesta que dirige el baile que hay que bailar en este país, ciegas como han sido siempre, no se inmutan y siguen inyectando a la sociedad dosis aplastantes de la droga que por fin abrirá las anchas alamedas a la modificación genética del cuerpo social. Han decretado cuál es la medicina radical que nos curará de la marginalidad estelar y que nos alineará junto a las tendencias que dominan el mundo, sin darse por enteradas de que tal dominio se tambalea precisamente por la crisis de rechazo a las mutaciones genéticas.



Ya han sido dictadas las tablas de la ley: como indica el ejemplo de lo peor que viene de arriba y de lejos, el chileno habrá de volverse ferozmente individualista, conformista, falsamente tolerante, agresivo, hedonista y absolutamente indiferente a la suerte del prójimo. Deberá asumir una ética y una estética que lo alejen por completo de la conciencia social y del buen gusto. Tendrá que imitar las preferencias, maneras de ser y modelos de consumo de los que van a la cabeza de la procesión, por allá al pie de la cordillera, quienes, como se ve, practican la doctrina del feísmo y el desprecio de la originalidad. Deberá leer y respetar a ideólogos y literatos salidos de una cadena de montaje financiada y diseñada por los mercuriales de siempre. Aborrecerá algunas amables características que se habían vuelto casi naturales en esta parte del mundo y las reemplazará por maneras supuestamente modernas, como la agresividad permanente y ostentada, la exasperada competitividad en todas las esferas de la vida, la ignorancia programada y exhibida. Será más hipócrita que nunca y fingirá el respeto formal de las normas tradicionales y conservadoras en su familia, en la moral pública y en la iglesia dominical.



El inicio de la mutación antropológica chilena está a la vista, pero su representación parece haberse equivocado de escenario y probablemente ha llegado en un mal momento y atrasada en su intento de implantarse con profundidad vertical y horizontal en todas las capas sociales e intelectuales. De cualquier forma, todo ello constituye un problema que hay que mantener abierto y sometido a discusión, en un mundo en que todo lo sólido, y lo que se da por seguro y evidente, no sólo las torres gemelas, se está disolviendo en el aire. En realidad, el uso demagógico de la «necesidad del cambio», de verse reflejado en otro espejo, de mudar aspecto, pretende en Chile disimular antiguos complejos y disfrazar intenciones que en el fondo son inmovilistas y retrógradas, buscando concientemente paralizar e impedir la verdadera discusión sobre el sentido y objetivo último de las transformaciones sociales.





(*) Profesor en la Universidad de Turín, Italia.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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