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El lobby y los pasillos del poder


La actividad de cabildeo o, como a veces se prefiere, de lobbying suele tener mala prensa. La asociamos al tráfico de influencias; a esa forma a la vez mezquina y sucia de influir en los asuntos públicos que consiste en intercambiar decisiones presentes por decisiones futuras; a esa práctica que florece en las sociedades clientelísticas donde el juego del poder es un intercambio de largo plazo entre unos cuantos elegidos. Los lobbistas son vistos así, entonces, como personajes relativamente oscuros que poseen de manera inexplicable una llave mágica que abre puertas públicas y conversa con funcionarios, promoviendo, así, intereses privados, a cambio de dinero.



Un famoso texto de Carl Schmitd -Diálogos sobre el poder y el acceso al poderoso- sugiere que el poder radica no en quien tiene legitimidad formal, sino en quien maneja el entramado de pasillos y puertas falsas que conducen a él, nos parece un retrato fiel del fenómeno que ahora consideramos: el lobbying sería a fin de cuentas algo relativamente sucio que la democracia debiera esmerarse por expurgar de sus instituciones. De otra parte, y sin embargo, el lobbying puede ser visto también como una actividad que, en vez de favorecer la promiscuidad entre el mundo privado y el proceso político, contribuye a mejorar la calidad de las decisiones públicas.



El lobbista puede ser visto como alguien que permite que quien adopta las decisiones públicas esté, al tiempo de adoptarlas, provisto de informaciones a las que de otra manera no tendría acceso. El lobbista sería, así, alguien que en vez de ensuciar al proceso político, le hace bien, favoreciendo que los diversos actores sociales disminuyan los problemas de información que lo hacen ineficiente. Mientras el primer punto de vista presenta al lobbying como una actividad que introduce sesgos en quienes adoptan las decisiones, el segundo prefiere ver en esa actividad una que impide que los decisores públicos actúen en medio de la ceguera.



Por supuesto, hay algo de cierto en cada uno de esos retratos de la actividad de lobbying; pero, como suele ocurrir, es probable que ninguno de ellos refleje con fidelidad al fenómeno en su conjunto. Por lo mismo -me parece a mí- para dilucidar desde el punto de vista conceptual este problema, resulta imprescindible preguntarse por las relaciones que median entre el ideal democrático y la actividad de cabildeo.



Una democracia trata a los ciudadanos con igualdad en la medida que considera a los deseos de cualquier ciudadano de forma pareja con los deseos de cualquier otro. Una democracia, suponemos, no debe -en principio- tratar mejor o peor los deseos de sus ciudadanos en base a cualidades como el género al que cada uno pertenece, la etnia de la que provenga o el dinero que posea. Las opiniones y preferencias de un ciudadano valen, en otras palabras, lo mismo que las opiniones y preferencias de cualquier otro. La democracia puede ser vista, entonces, como un mecanismo para agregar las preferencias de los ciudadanos adoptando las decisiones que hayan concitado para sí la adhesión de la mayoría.



Como es fácil comprender, cualquier conducta que tienda a alterar esa igualdad básica es repugnante para la democracia. Si sus opiniones se bonifican en razón de su dinero o se descuentan en razón de su pobreza -es decir, si la opinión de un rico se cuenta como más que una o la de un pobre como menos que una- se ha producido una profunda alteración del ideal democrático. Una de las razones que tenemos para preferir la democracia, se habrá, entonces, desvanecido.



A primera vista parece, entonces, que el cabildeo resulta contrapuesto a la democracia: los grupos sociales que tienen menos costos de coalición o que cuentan con más dinero, tendrían mayores posibilidades de hacer valer sus puntos de vista o sus intereses en el proceso político y, entonces, la igualdad de trato de las preferencias ciudadanas -que, como hemos visto, se encuentra a la base de la democracia- se rompería de manera irremediable.



Pero ocurre que junto al valor de la igualdad, existe, todavía, el valor de la deliberación. Preferimos la democracia no sólo porque agrega de manera igualitaria nuestros deseos, sino también porque permite que revisemos nuestras preferencias en un ámbito abierto al diálogo y a la deliberación. La democracia, creemos, nos provee de un procedimiento -inspirado en cualidades como la competencia de ideas y la información abierta a todas las posiciones- que favorece que tengamos ideas más maduras acerca de los demás y acerca de nosotros mismos. Este aspecto de la democracia es, por supuesto, más aspiracional y crítico que descriptivo. Nos dice -más que el anterior- cómo queremos que sea la democracia y no como es; pero, justamente por eso, me parece a mí, nos provee de buenas razones para evaluar instituciones como el lobbying o cabildeo.



Porque si la democracia aspira no sólo a sumar o agregar las preferencias individuales, sino a deliberar en torno a ellas con el máximo de información disponible para todos, entonces ya no parece obvio que el cabildeo resulte opuesto del todo al ideal democrático. Que los grupos sociales hagan valer su opinión y sus intereses en medio del proceso político, aportando información contrastable a quienes adoptan las decisiones, no parece del todo contrapuesto al ideal democrático si, como vengo diciendo, la democracia en vez de aspirar solamente a sumar o agregar las preferencias ciudadanas, aspira, también, a deliberar razonadamente acerca de ellas.



Es verdad que la actividad de lobbying o cabildeo reposa, a veces, sobre una profunda asimetría de información entre los grupos directamente interesados y quien adopta las decisiones -un ejemplo de esta asimetría se verifica, por ejemplo, en la regulación de monopolios naturales en base a información entregada por las empresas- y es verdad también que los grupos de interés tienen incentivos para mostrar la información que los favorece y ocultar o disfrazar aquella que les resulta inconveniente. Todo eso es, por supuesto, cierto; pero de ahí no se sigue que el cabildeo deba prohibirse, sino que se sigue más bien que debe ser regulado de manera que los principios de igualdad y de libre acceso a la información que inspiran al proceso democrático, no se vean, como producto de esta actividad, desmedrados.



Que el proceso de cabildeo no puede ser prohibido -menos en una sociedad endogámica y todavía algo incestuosa, como es la nuestra- parece obvio. Una prohibición semejante sería, como suele decirse, un tigre de papel, una regla destinada al fracaso que sería burlada o eludida de múltiples formas, disfrazada de mera sociabilidad, de asesoría legal o de apoyo comunicacional. Es mejor entonces reconocer la posibilidad que los grupos de interés y los grupos sociales interesados puedan hacer valer directamente sus puntos de vista ante quienes adoptan las decisiones públicas, a condición, claro está, que ello salga a plena luz y no ocurra, como con toda seguridad acontece hoy día, que queden sepultadas simplemente en las sombras. Este parece ser uno de esos casos en los que la regla de transparencia se muestra más eficiente desde el punto de vista de los valores democráticos, que la mera prohibición.



Si los ciudadanos y los medios de comunicación pueden acceder a la información acerca del cabildeo que los diversos grupos han efectuado, y si podemos saber, con fidelidad, qué personas se han reunido con ellos, entonces, me parece a mí, la ciudadanía estará en condiciones de juzgar si, al tiempo de adoptarse las decisiones, hubo alianzas ilegítimas, conflictos de intereses o traición de los deberes de imparcialidad que pesan sobre los funcionarios públicos. Pasa, a fin de cuentas, con el lobbying lo que, según Rousseau, ocurre con los prejuicios: no es del todo malo tenerlos, a condición de estar advertido de que se tienen.



Así entonces el lobbying regulado con sensatez -es decir, sin falsas ilusiones- podría contribuir a que el proceso político, en vez de ensuciarse, mejore su calidad. Si los actores públicos deben revelar escrupulosamente qué intereses han sido defendidos ante ellos y qué información han recibido, y si estas reglas están provistas de sanciones severas, es probable que podamos acercarnos a una toma de decisiones provista de mayor información acerca de los intereses en juego y es probable también que eso que se llama sociedad civil se sienta estimulada a participar más de cerca en el proceso político y, al mismo tiempo, a vigilarlo.



A fin de cuentas, la democracia no debe reposar sobre ilusiones -como, por ejemplo, la ilusión que todos los actores sociales deben ser imparciales- sino sobre realidades, entre las que se cuenta el hecho de la influencia y de los grupos de presión; pero, obligada a reconocer esa realidad, la democracia tiene, al mismo tiempo el deber de hacerla transparente, porque la transparencia es, lo sabemos todos, el mejor antídoto contra eso que Carl Schmitd, según recordaba yo al inicio, llamaba los pasillos del poder.



Decano de la Facultad de Derecho de la Universidad Diego Portales.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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