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Solidarios


Conmovedora la solidaridad con Alejandro Guillier, al ingresar y al salir del anexo cárcel Capuchinos. Que se entienda: «conmovedoras» -pero entre comillas- no las expresiones de aprecio de sus amigos y de ciudadanos de a pie, sino de los diputados, que menos de 48 horas antes habían aprobado una legislación de prensa aún más restrictiva que la usada para someter a proceso al director de prensa de Chilevisión.



¿Cómo se entiende? ¿Hipocresía? ¿Afinidad ideológica? ¿O pura política, en el sentido basto del término, el del uso desprestigiado que hace sospechar a los ciudadanos que, a la hora de la suma y resta, se legisla pensando en casa, en uno mismo?



Esta dicotomía que podría apreciarse en esta doble actuación de los parlamentarios puede dar algunas luces de la relación que, en el transcurso de esta democracia, han establecido el poder político y los medios de comunicación. Un intento, a veces desembozado, de compadrazgo, pero que, a fin de cuentas, devela la perpetua intención de los poderes -en este caso, el político- de usar a los medios, de transformarlos en herramientas más o menos dóciles, pero herramientas al fin.



Buena parte de lo anterior tiene su origen en el carácter «consensual» (o negociado, para ser más precisos) de la transición, que se expresó en la imposición de la autocensura por parte de los medios «oficialistas», y en la indisimulada voluntad de la Concertación de que existiera una prensa comprometida con el proceso, que se resumía en cierta docilidad ante las pautas gubernamentales.



Los hombres del No del plebiscito de 1988 tenían -lo vimos de inmediato, cuando se instalaron en el poder- poca tolerancia a que les dijeran no a sus interpretaciones. Por el lado de la nueva oposición, los poderes fácticos, y la derecha en general, ya tenía el hábito, pulido durante la larga dictadura, de cómo usar sus medios informativos. Allí, claro, destacaron figuras como el propio Lavín, cuando hizo sus armas de editor en El Mercurio. Eso poco cambió.



Hoy, que el país tanto ha cambiado en algunos aspectos (acotación al margen: y por eso el lema del «cambio» de Lavín, en esta hora no tiene validez ni convocatoria), también esa relación ha sufrido sus grietas. El proyecto de ley aprobado en la Cámara tiene, entonces, el carácter de protección ante una prensa cada vez menos dócil. Nunca está demás tener a mano un garrote pesado para dar de palos a los díscolos que, por ejemplo, no se tragan de buenas a primeras las «razones de Estado» o la «honorabilidad» que los parlamentarios están de verdad convencidos de adquirir por el hecho de sentarse en el Congreso (aunque aprueben leyes, como ellos mismos han reconocido, de las que no tienen idea).



La indesmentida animadversión hacia la prensa con que buena parte de los diputados aprobó la ley, es el ejemplo de que en el mundo político se asume que algo cambió, pero también es la constatación de que muchos de los «honorables» legislaron (¿o legislan?) pensando en sus intereses, sus pequeñeces, sus sarpullidos y sus cuentas por cobrar. Con lo que ya cobran, pero en dinero, debería bastarles.



Cuento aparte es el verdadero show que la misma prensa armó -armamos- en torno a la detención de Alejandro Guillier. El alarido de que la libertad de prensa estaba en peligro -proferido, incluso, por periodistas y medios que respaldaron a la dictadura y aceptaron y respaldaron de buena gana la censura y la persecución de la prensa opositora de entonces- ahogó el debate de cuánto de lo que hizo Chilevisión estuvo bien y cuánto mal. Si desde los medios se ha criticado las defensas corporativas, por ejemplo del mundo político, hay que reconocer, y avergonzarse, de que harto de lo que se hizo la semana pasada tenía ese sello. El de la patota que alharaquea porquen uno de los suyos ha sido tocado. Eso es humano. Pero no, necesariamente, signo de buen periodismo. Al contrario.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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