Publicidad

El milagro económico chileno revisado


Reflexioné acerca de todas estas cosas, y de cómo los hombres luchan y pierden la batalla, y aquello por lo cual lucharon sobreviene a pesar de su derrota, y cuando llega resulta no ser aquello que pensaban, y otros hombres tienen que luchar por lo que ellos querían, bajo otros nombres. William Morris Revolucionario inglés del siglo XIX.



Chile ha sido presentado a lo largo de más de dos décadas como un ejemplo de caso exitoso de aplicación de políticas neoliberales; las instituciones de Bretton Woods han apoyado esta campaña en forma entusiasta. El mensaje es que remover los controles de precios pero controlar la oferta de dinero, reduciendo drásticamente el gasto fiscal y privatizando los servicios públicos, incluyendo educación, salud, pensiones y las empresas del Estado, y que bajar las tarifas aduaneras y abrir la economía a la inversión extranjera, disminuyendo los impuestos, reduciendo y controlando los salarios, etc.; constituye la fórmula mágica para el desarrollo.



El caso chileno en efecto parece comprobarlo. Todas esas medidas fueron implementadas tempranamente y desde los años 70 -mientras la población ha crecido de 10 a 15 millones de habitantes, la fuerza de trabajo se ha más que duplicado y el PIB más que triplicado- el país ha devenido en una economía más bien agresiva, orientada a la exportación y significativamente estable en lo que respecta a la inflación. Los indicadores generales de «calidad de vida», tales como la expectativa de vida y los niveles educacionales, asimismo han mejorado en forma dramática, aunque más de un quinto de la población todavía vive en la pobreza y el país permanece entre los «top ten» en cuanto a la peor distribución del ingreso en el mundo: «top two» en América Latina detrás de Brasil.



Parte de estas mejoras económicas se consiguieron durante la dictadura de Pinochet, pero la mayor parte de las mismas se han logrado en el curso de la interminable transición a la democracia que se iniciara en 1990, y durante la cual tres gobiernos elegidos democráticamente continuaron aplicando la mayoría de las recetas económicas del así llamado modelo neoliberal, aún cuando han realizado un significativo esfuerzo por recuperar el gasto público social – éste se triplicó durante los años 90, en términos reales, corregidos por inflación-; pero en un 16% del PIB (había sido recortado a un mínimo por el gobierno de Pinochet) actualmente es todavía bajo aún para estándares latinoamericanos: Argentina, Brasil y Uruguay gastan sobre el 21%. Los salarios, que asimismo fueron reducidos a la mitad por Pinochet, y mantenidos muy bajos durante su mandato, se recuperaron asimismo durante los 90, de tal manera que a fines de la década habían recuperado el poder adquisitivo que alcanzaron a principios de los años 70 bajo la presidencia de Salvador Allende.



En breve: el país se ha modernizado en forma bastante asombrosa durante las últimas tres décadas, y eso es evidente a simple vista.



En un análisis más profundo, sin embargo, causas históricas bastante complejas parecieran explicar mucho mejor el llamado milagro económico chileno que lo que pueda atribuirse a la aplicación de unas pocas recetas económicas más bien simplistas. Por debajo de todos estos cambios económicos, un gigantesco movimiento tectónico ha estremecido la estructura de la sociedad durante estos años, y tal como los desplazamientos tectónicos geológicos usualmente producen temblores y terremotos, así de turbulentos han sido los tiempos que ésta atravesó en las últimas décadas.



Los principales hitos del viejo panorama sociológico chileno han desaparecido completamente en el proceso, mientras otros han cambiado de manera tan radical -tanto en cantidad como en naturaleza- que deben ser considerados como enteramente nuevos; y todo ello ha ocurrido en un lapso de tiempo muy breve y tumultuoso.



Latifundistas, inquilinos y otros campesinos dependientes de haciendas, que conformaron el núcleo de la estructura social chilena por más de dos siglos, han dejado de existir. La proporción de la fuerza de trabajo que labora en el campo se ha reducido del 40% en los años 60 a menos de 13% en la actualidad, y sigue bajando al ritmo bien ligero de 1% por año, o algo parecido, mientras la proporción que significan los empleados del Estado se ha reducido a menos de la mitad del promedio latinoamericano actual -que también ha disminuido-.



Los asalariados ocupados en empresas privadas de 5 o más trabajadores, en cambio, se han incrementado hasta alcanzar un 55% de la fuerza de trabajo total, muy por encima del promedio latinoamericano respectivo; ciertamente muchos de ellos son trabajadores temporales y mujeres, éstas han triplicado su participación en la fuerza de trabajo, de la que forman hoy día un tercio. Los trabajadores por cuenta propia y sus familiares -la mitad de ellos campesinos-, el resto trabajadores informales, así como las empleadas y otros servidores domésticos, en conjunto todavía conforman un tercio bastante estable de la fuerza de trabajo, siendo los otros dos tercios trabajadores asalariados.



Un cambio tan masivo hacia la disponibilidad de una fuerza de trabajo moderna ha generado su opuesto: una clase empresarial joven y agresiva, que reemplazó enteramente a su progenitora, la vieja y conservadora clase de los latifundistas, en los niveles de mando de la elite dirigente, incluyendo la política.



Todos estos cambios de época no ocurrieron en Chile como resultado de la invasión y la guerra -como ocurrió en los años 50 en Japón, Corea y otros países de los llamados «tigres» del sudeste asiático- sino principalmente como resultado de las reformas y la revolución, durante los años 60 y principios de la década 1971-80. En este sentido fueron los campesinos, trabajadores y estudiantes, así como el grueso del aparato civil del Estado, y durante buen tiempo también su parte militar, y los enaltecidos líderes que los condujeron -muchos de ellos más tarde aprisionados, torturados, exiliados o simplemente asesinados-, que con todo derecho están representados en la figura del presidente Allende suicidándose en el incendiado Palacio de la Moneda el 11 de septiembre de 1973, el motor de esos cambios.



Todos ellos lucharon por el progreso, la justicia social y el socialismo, y son los principales responsables de los milagros de la moderna economía chilena. Pinochet no fue capaz de hacer retroceder la historia y, a pesar que violó todas las leyes, respetó sin embargo dos de ellas casi a la letra: la de Reforma Agraria y la Nacionalización del Cobre, ambas logros principales del proceso de reforma y revolución que él mismo reprimió e interrumpió tan brutalmente. Sus principales medidas neoliberales, por otra parte, tales como bajar las tarifas aduaneras y otras, fueron también posibles de aplicar porque la vieja guardia conservadora de la elite dirigente -la misma que resistió exitosamente que dichas mismas medidas fueran adoptadas por la igualmente criminal dictadura militar Argentina- había sido barrida por la revolución en el caso chileno.



Así -como siempre parece ocurrir- ha sido la historia moderna más que los manuales de economía neoliberal, con sus modales sangrientos, enlodados, masivos y populares, la que ha dado a luz el Chile moderno, para el goce no de aquellos que dfueron su batalla y fueron derrotados, sino de aquellos que hicieron realidad lo que otros habían luchado por obtener, pero no en la forma que ellos lo soñaron. Así, otros hombres y mujeres deben luchar ahora por aquello que ellos soñaron, pero con otros nombres, como escribiera William Morris hace dos siglos, en la lejana Inglaterra.



* Del Centro de Estudios Nacionales de Desarrollo Alternativo (CENDA).

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias