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Watergate: lecciones de ética periodística


El 17 de junio de 1972, un cálido Sábado de verano en Washington, sonaba el teléfono en casa del joven reportero del Post, Bob Woodward. Luego de deambular en la crónica roja con casos de poca monta, esperaba que éste llamado al fin lo llevara a incursionar en el área política, su más intenso anhelo desde sus años de estudiante en la prestigiosa Universidad de Yale. Desgraciadamente, al menos eso parecía, la llamada era más de lo mismo. El editor de informaciones locales del Washington Post lo llamaba para que cubriera otro caso de robo, esta vez por cinco sujetos que habían irrumpido ilegalmente en dependencias del Hotel Watergate. Ä„Otra vez lo mismo!, suspiró Woodward.



Todo indicaba que sus aspiraciones de fama y fortuna deberían esperar tiempos más propicios. Con eso en mente se encaminó a los tribunales situados en la Quinta Avenida. Los sujetos habían sido detenidos a las 2:30 A.M. y al mediodía comparecerían en corte para la audiencia preliminar. Un poco adormilado observó, como tantas otras veces, el ritual cansino y algo oxidado de la maquinaria judicial: abogados por doquier enfundados en trajes baratos esperando su turno para ser designados como defensores de indigentes; policías y funcionarios judiciales andando y desandando sobre sus mismos pasos, reporteros, delincuentes, y tinterillos; en suma la misma comedia teatralizada irrevocablemente según el mismo libreto.



A las 15:30, y luego de un ademán del alguacil los cinco sospechosos fueron ocupando sus respectivos puestos. Aún en los mismos trajes negros que vestían en la víspera, aunque despojados de cinturones y corbatas, lucían nerviosos y rudos aunque con un cierto aire de compungido respeto.



Woodward se dispuso a presenciar el primer acto de la representación sin presentir nada ominoso en la atmósfera de aquel bello día de verano capitalino. Aunque el incidente había ocurrido en el Comité Nacional del Partido Demócrata y pese a estar en plena época electoral, nada hacía pensar que aquello tuviese otra connotación que la un delito menor: el Presidente Nixon aventajaba a todo posible candidato opositor por a lo menos 19 puntos en las encuestas y George MacGovern, el más seguro competidor demócrata, era reconocido por todos como el peor candidato presidencial del siglo XX.



Luego de otro ademán del alguacil todos los presentes se pusieron de pie al tiempo que el magistrado subía al estrado. Entre las preguntas de rigor, el juez inquirió por el oficio de los detenidos. Aunque acostumbrado a escuchar las más bizarras ocupaciones, no pudo menos que asombrarse cuando cuatro de los cinco hombres declararon tener por oficio el de «anticomunistas». James W, MacCord, Jr., el último del grupo, daría una respuesta distinta. Con aire receloso y desviando la mirada declaró ser consultor de seguridad.



-¿Dónde?- preguntó el juez con indiferencia.



-En el gobierno, declaró-.



-¿Dónde en el gobierno? replicó el juez con impaciencia-. La respuesta que vendría a continuación haría saltar de su asiento a Woodward:



-En la CÍA -susurró.



Ä„Mierda! Soltó el periodista sin poder contenerse.



Así se despuntaba la hebra de una bien montada maquinaria de fraudes, extorsiones, intervenciones electorales y delitos a todo nivel que culminaría con la renuncia del trigesimoséptimo Presidente de Estados Unidos, Richard Milhous Nixon, por la acción de los medios de comunicación.



Desde entonces los nombres Watergate, Washington Post, el de los reporteros Bernstein y Woodward, y el del legendario «Deep Throat»(garganta profunda) han adquirido dimensiones mitológicas dentro de la profesión periodística. La historia, hay que decirlo, tiene todos los ingredientes necesarios para escribir una epopeya urbana moderna: una monstruosa conspiración en las sombras tapada por el poder cuasi sobrenatural de la maquinaria estatal, la acción valerosa de dos jóvenes reporteros que aún no alcanzaban la treintena, la visión de la directora y los editores del Post que respaldaron en todo momento a sus reporteros pese a su juventud e inexperiencia, y una lección magistral de cómo se hace periodismo de investigación.



Todos los hombres del presidente, el libro escrito por ambos reporteros, es un recuento veraz y elocuente de los fallos y aciertos cometidos y de lo que debe y no debe hacerse en estas lides. El periodismo y el público norteamericano nunca serían los mismos después de Watergate. Los ciudadanos saborearían la pócima del desengaño, abriendo los ojos a la cruda realidad: el Presidente también podía mentir. Los reporteros serían conscientes de su propio poder, después de todo habían sido capaces de voltear un gobierno. Por eso no es de extrañar que el juez Stewart haya interpretado (1975) que la Primera Enmienda le otorgaba un reconocimiento institucional a la prensa convirtiéndola así en un genuino «cuarto poder» del Estado.



Muchas de las circunstancias que han rodeado la detención de Alejandro Guillier, director de prensa de Chilevisión, tienen una lejana semblanza con el épico Watergate: un público que comienza a perder la inocencia, unos medios de comunicación que se vuelven más inquisitivos, que ya no se contentan con apañar ladrones de gallinas, y autoridades que se resisten a abdicar de su vocación de secreto. Pero por sobretodo, parece haber un antes y un después del caso Spiniak. Hemos asistido al paso de un año que dejará su huella en los días venideros. Pese al retroceso que el procesamiento y detención de un periodista representa para la libertad de expresión, y mucho peor aún la aprobación, en segundo trámite legislativo, de un malogrado proyecto de protección civil del honor, tengo la impresión de que entramos a un camino sin retorno, y me alegro por ello. Nosotros los de entonces, como decía Neruda, ya no somos los mismos.




(*) Abogado, Master en Derecho de la Universidad de Wisconsin-Madison. Profesor de la Escuela de Derecho de la UDP.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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