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Un malestar nada nuevo


Se ha señalado que existiría malestar entre los miembros de la Corte Suprema, todo ello a raíz de las propuestas de modificación que el Gobierno pretende incorporar a la, llamémosla así, agenda modernizadora del Poder Judicial. Esa agenda, como se sabe, se inició justamente a instancia del la propia Corte, cuando esta propuso un aumento de los recursos económicos con el objeto, sostienen, de lograr mayores niveles de autonomía.



Si bien la información es poco clara, el Gobierno habría entendido que, a propósito de las modificaciones que se proponen, debería incorporarse la necesidad de discutir en torno a un «sistema de pesos y contrapesos [que permita hacer], a la actual estructura, más transparente, responsable y moderna». Esa idea, nada nueva por lo demás (Madison, 1788), supone que un Estado de Derecho debe incorporar distintas instancias encargadas de balancear el poder que concentra el Estado, con el objeto de evitar que este se acumule en un solo órgano. Por lo mismo suele afirmarse, casi con rigor prusiano, que un Estado de Derecho se configura a partir de una separación de poderes que, en la clásica división, da origen a los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial.



La pregunta que es preciso dilucidar, y que de alguna forma puede entregar criterios que permitan solucionar el impasse Poder Judicial/Gobierno, es qué quiere decir una separación de poderes. Una primera respuesta sería entender que la separación de poderes supone (1) que cada uno de los diferentes departamentos estatales posee atribuciones que ejerce con total autonomía. Esto es, sin que ninguno de los otros departamentos pueda inmiscuirse ni pronunciarse sobre la forma en que uno resuelve sus asuntos. Una segunda respuesta posible, por su parte, dirá que (2) la separación de poderes no significa que cada uno de los departamentos estatales se muevan dentro de sus atribuciones sin que nadie pueda fiscalizarlos, en cambio: que cada uno de ellos posee atribuciones que ejerce privativamente, pero que ello no supone en caso alguno que ningún otro órgano fiscalizará esas decisiones a objeto de evitar discrecionalidad (fuerte) en ese ejercicio.



Me parece que la Corte Suprema entiende la separación de poderes de conformidad a (1), aunque cuando fiscaliza a otros órganos, por ejemplo resoluciones de la administración a través de una acción de protección, actúa de conformidad a los criterios que establece (2). Un criterio (2), en mi opinión, acarrea beneficios que no trae aparejado (1); desde luego, permite que se implemente un sistema de pesos y contrapesos, como señaló el Gobierno, que se encargue de evitar, precisamente, el fundamento que subyace al principio de separación de los poderes, a saber, evitar la acumulación de poder y su ejercicio discrecional por parte de un solo departamento del Estado. Dicho de otra forma, aceptar (1) acarrea consecuencias negativas para una democracia, pues, si bien existirían varios departamentos estatales, que obligan a que el poder se divida entre ellos -de manera más o menos ecuánime- permite que, una vez distribuido el poder, cada uno de los departamentos lo ejerza discrecionalmente, esto es, sin que ninguna otra autoridad pueda pronunciarse sobre una decisión adoptada.



Creo que existen razones que permiten explicar esto, o sea, porque la Corte Suprema prefiere una separación de poderes como la descrita en (1). Se trata de la cultura judicial de nuestro país, fuertemente corporativista y que tiende a mirar con excesiva desconfianza todas aquellas reformas que pretenden distribuir el poder del que actualmente goza ese poder del Estado. Así, si uno da un breve vistazo a las reacciones de la Corte Suprema, cada vez que se pretende disgregar el poder del que goza, verá que todas ellas coinciden en que, justamente, no quiere que ello -la disgregación- ocurra.



Basta para ello atender las reacciones que tuvo la Corte cuando se planteó la posibilidad de crear el Consejo de la Magistratura, en el que ven como una serie de atribuciones, que actualmente posee, pasarían a un órgano profesional; en las primeras discusiones en torno a la Reforma Procesal Penal, donde miraban con recelo la posibilidad de entrar a pelear espacios con el Ministerio Público y la Defensoría Penal; a propósito del proyecto de reforma constitucional que busca incorporar la figura del Defensor del Pueblo, bajo el pretexto de que agruparía en su seno funciones típicas de la Corte, como lo sería, supuestamente, la defensa de los derechos fundamentales; o cuando se discutió la creación de la Academia Judicial, donde la Corte veía cómo perdía, en parte, todo el poder en la designación de quiénes pasarían a formar parte de las filas del Poder Judicial, entre otras.



Todas esas reacciones, en mi parecer, no son otra cosa que verdaderos golpes de ipso a través de los que la Corte manifiesta su escasa disposición a compartir en enorme poder del que goza, lo que no la compromete, en absoluto, con una genuina separación de poderes que subyace a un Estado de Derecho democrático. Como señalé al comienzo, los diferentes poderes de un Estado de Derecho poseen autonomía para lidiar con los asuntos que la constitución y las leyes han situado dentro de sus esfera de atribuciones, pero no es menos cierto que, ese mismo Estado, debe preocuparse de crear sistemas que se encarguen de evitar, de una parte, que los órganos concentre poder indebidamente y, de otra, que lo ejerzan discrecionalmente.



Bajo una cultura judicial como la que impera en Chile habría que discutir seriamente cuál es el tipo de autonomía que la Corte reclama para el Poder Judicial, y si conviene discutir aumentos presupuestarios dejando de lado otros asuntos igualmente relevantes para un Estado de Derecho.





(*) Abogado. Programa de Acciones de Interés Público y Derechos Humanos Universidad Diego Portales.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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