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El poder de la Iglesia


En un primer momento las declaraciones del obispo Vial me dejaron frío, como si estuviera oyendo un chiste malo y repetido. Sin embargo, las esclarecidas declaraciones del movimiento MOVILH, me hicieron reflexionar acerca de un fenómeno más amplio, del cual las declaraciones de Vial no son más que una brizna de pasto en las grandes praderas del mundo.



La Iglesia -al decir de la organización que lucha por los derechos civiles de la minoría homosexual- de un tiempo a esta parte se ha empecinado en difundir mensajes homofóbicos, «estableciendo asociaciones entre nuestra minoría y variados peligros sociales, como la pedofilia». En efecto, Vial asegura que no es aconsejable que existan profesores gays activos porque son un peligro en el ejercicio de la profesión. Agrega que los gays deben permanecer castos como todos los solteros y que los matrimonios también deben ser castos «viviendo su sexualidad de forma madura y orientada hacia la finalidad de la sexualidad». La procreación, supongo.



¿De dónde nace la autoridad de la Iglesia sobre las costumbres sexuales de las personas? Mi educación católica dejó como uno de los hitos de la grandeza de Cristo el momento en que se enfrenta a una turba, que está a punto de apedrear a una adúltera, y les grita con voz firme: El que esté libre de pecado que arroje la primera piedra. Las piedras fueron cayendo de las manos crispadas y pronto la muchedumbre se dispersó. La Iglesia manchada públicamente con el pecado de pedofilia no se contiene y lanza la piedra contra otros que tal vez podrían incurrir en ese pecado. ¿Recuerdan a Jesucristo -en otro pasaje de los Evangelios hablando de sexo? Habla del amor, constantemente, de eso no hay duda. Y vuelvo entonces a la pregunta, ¿por qué la Iglesia se arroga esta autoridad y la ejerce con paranoico celo?



San Pablo, al encarar las costumbres de los gentiles que intenta evangelizar, es el primero en hablar en contra de los homosexuales, una costumbre extendida en las colonias y ciudades griegas que visita en sus viajes. Este predicador incurre en una clara falta de juicio al apurar la crítica contra todo aquello que le resulta ajeno y que se le presenta como incorrecto a su estrecha moral de recién convertido. En buenas cuentas, mostró una superlativa falta de mundo. Basta leer sus bellas cartas para darse cuenta cómo se escandaliza con facilidad ante las costumbres propias de los pueblos. Desde entonces, paso a paso, la Iglesia fue instaurando un estricto código de buenas costumbres que arrasó con toda la correcta urbanidad con que el ejercicio sexual se llevaba a cabo durante el brillante período clásico, tanto griego como romano. (Más tarde, con los descubrimientos, también aplastó las costumbres sexuales de los pueblos originarios en continentes enteros).



Tuvieron que pasar siglos para que el espíritu clásico resurgiera como una fuerza inclaudicable desde los sótanos a los que el absolutismo católico lo había confinado. El Renacimiento rescató la dimensión propiamente humana de la existencia, en contra de los deseos vaticanos de entonces. En aras del argumento, deseo hacer notar que la Iglesia dominaba en esa época todos los ámbitos del poder terreno. Desde ya ostentaba una supremacía política, como intermediaria en la Tierra de la legitimidad de los reyes. La pérdida del Reino Unido, la Reforma y más adelante la Revolución Francesa, la dejó prácticamente sin influencia ni jurisdicción.



También se creía depositaria del saber científico. Copérnico y Galileo fueron los primeros en desafiarla al redescubrir lo que ya era conocido durante el Imperio Romano y que había sido enterrado por huestes de monjes ignorantes. Así es como, a pesar de la utilización de instrumentos de represión tan crueles como fue La Santa Inquisición, no tuvo manera de impedir la germinación de un frondoso bosque de descubrimientos científicos. Darwin, tres siglos más tarde, asestó la estocada fatal con su Teoría de la Evolución. En cuanto al pensamiento intelectual, el Humanismo y luego la Ilustración la obligaron a un doloroso retroceso al perder la hegemonía sobre un tema que era fundamental para su reinado; me refiero a la naturaleza del hombre, entendida por ella como una verdad revelada.



De este modo su poder quedó reducido a una estatura moral que le da voz en ciertos conflictos más un debilitado imperio sobre las costumbres, en especial aquellas relacionadas con la intimidad de las personas.



Y cómo se aferra a ese poder. En los ámbitos señalados más arriba, donde sufrió derrotas estruendosas, ahora muestra una humildad infiltrada de hipocresía, como si nunca hubiera intentado regir con mano dura, como si nunca se hubiese considerado dueña de la verdad absoluta. Pero llegado el momento de decir qué es lo que podemos hacer o no hacer en la cama, se enseñorea como el peor de los tiranos.



Sin embargo, una nueva revolución está en marcha. Las Ciencias Sociales, la Filosofía, la Antropología, La Historiografía, la Sociología, la Psicología -Freud le es muy incómodo y qué decir de Young y Lacan- llevan ya más de un siglo indicándole que debe retroceder de una vez por todas a los claustros que le competen, como son el amor y la espiritualidad, donde no existe poder terreno de por medio. La ciencia y el pensamiento moderno, en cuanto al tema gay, por poner un ejemplo, han dado pasos agigantados en el último tiempo, llegando a demostrar la normalidad psico-biológica de esta orientación sexual en un cierto porcentaje minoritario de la población. Y que es explicable, entendible, inalterable a lo largo de la historia y de los pueblos, y que por mucho que la Iglesia se escandalice es un hecho humano tan natural como que nazcan pelirrojos.



Es cosa de preguntarle a sus sacerdotes que se sienten eróticamente atraídos hacia otros hombres, que seguramente han ido a parar a un seminario para acallar el intenso deseo que los habita. La Iglesia está ante el mismo dilema que le impuso la liberación de la mujer. La libertad femenina aún no termina de agradarle; por décadas luchó contra este fenómeno social, pero ante la posibilidad de perder por completo el poder sobre ellas, sus principales seguidoras, calló. Con la minoría homosexual, en cambio, se permite mostrar su lado más extremista. Pocas pérdidas, grandes ganancias.



No seamos ingenuos en pensar que la lentitud de la Iglesia para ponerse al día se debe a un espíritu sanamente conservador o a un necesario escepticismo ante los avances del conocimiento. No, lo suyo es ambición de poder. La Iglesia, como lo ha hecho desde sus inicios, hará todo lo posible por conservar los mayores espacios donde ejercer su influencia. Y ser rey en la intimidad de las personas es el mayor poder que una institución puede alcanzar. Esto explica la furibunda batalla que está dando.



En resumen, la Iglesia sortea en estos momentos una situación parecida a la que le tocó vivir con su poder político, con su dominio sobre el conocimiento científico, con su retroceso frente al desarrollo del pensamiento. Ya es tiempo de que abandone los dormitorios y que esta milenaria institución enfrente el juicio de la sociedad. Se la acusa de ignorancia activa y avidez de poder.



(*) Escritor

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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