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Redescubriendo España


La lucha por nuestra independencia fue sangrienta. Ello porque los chilenos nos dividimos profundamente. Los que integraron las filas realistas no eran traidores. Por el contrario, eran fieles a las lealtades que les habían enseñado su religión y su patria durante casi trescientos años: seguir al rey de España, a la Iglesia Católica y a la Madre Patria. No supieron entender la magnitud del cambio que se había producido en otro mundo: en el viejo mundo. Llegaban tiempos republicanos y de libertad. Pero era muy difícil entender que un cambio tan lejano nos afectara tanto y que ideas tan nuevas fueran aceptables. De hecho sólo hombres que vivieron en Europa pudieron adecuarse a ese cambio. Es el caso de Miranda -que combatió en la Revolución Francesa- Bolívar, O’Higgins, Carrera o San Martín.



La crueldad española modificó esta situación. Bajo la Reconquista de 1814-1817 los chilenos se unieron definitivamente en contra de los opresores. Ariel Peralta nos recuerda que surge así un sentimiento patriótico que se expresa en el decreto del 30 de julio de 1824. Por este el Director Supremo general Ramón Freire ordenaba usar la voz «Chile». En los campos de batalla y actos oficiales tal vocablo sería utilizado en contra de «godos», «maturrangos» o «realistas».

Un precio negativo de esta justificada reacción contra los españoles fue el olvido de parte de nuestro ser. Pues somos hispanos hasta los huesos. Y comenzamos, a pesar de don Andrés Bello y su sueño de sentar una cultura americanista, a errar por el mundo en búsqueda de un espíritu alternativo al español. Primero nos afrancesamos hasta lo grotesco. Y construimos bellos palacetes neoclásicos a principios del siglo pasado. Luego dirigimos nuestras esperanzas hacia Inglaterra. Y nos llegamos a creer «los ingleses de América». Y ahora, a punta de Mc Donalds, Domino’s Pizza y demás, nos queremos parecer a «la bestia rubia del norte».



Y, sin embargo, es tan bello el legado hispano. Vuelvo a mi segunda infancia. Es el Cantar del Mio Cid que resuena en las aulas de clase. «Ä„Oh Dios, qué buen vasallo si tuviese buen señor!» señalas los habitantes de Burgos viendo al triste caballero rumbo al injusto destierro. Rodrigo Díaz de Vivar llora el exilio. Sus fieles amigos lo acompañan dejando todo atrás. La amistad y el honor obligan. Sufre la separación de doña Jimena y de sus hijas. A ellas las ama más que a su alma. En la Catedral de Burgos jura ofrecer mil misas a su retorno. Pues el volverá para honrar el reino de Castilla y a servir a su mujer honrada.



No le importa que en aquellos tiempos la mujer no fuese más que un objeto. Los malvados infantes de Carrión, que vejan a doña Elvira y doña Sol, lo reclaman. Ellos podrían casarse con hijas de emperadores y reyes si quisiesen. Si han golpeado, repudiado y dado por muertas a las hijas del Cid en Corpes, nada malo han hecho. De lo suyo han dispuesto. Contra este mundo de deshonor e impiedad se alza el Campeador, el campi doctor. Son los amigos los que, en Toledo, retan a duelo a los que afrentaron a las hijas de su caballero. Pedro Bermúdez, Martín Antolinez Muño Gustioz lavan la afrentan del que en buena hora ciñó la Colada y la Tizona. «Nuestro buen Cid, señor de Valencia, dejó el siglo en la Pascua de Pentecostés. Dios le haya perdonado, y así haga con todos nosotros, justos y pecadores. Estas son las hazañas del Cid Campeador. Y en llegando a este punto se acaba la canción».



Desde aquí en adelante los chilenos seremos educados en el amor a la tierra natal. El Cid expresará el ideal de un hombre que es tan fuerte como sabio. Se trata de un caballero que está dispuesto siempre a jugar su vida por lo que considera valioso: honor, patria, amor, amistad y divinidad.



A propósito de el Cantar del Cid, he redescubierto una rara historia. Cuando debe partir al destierro, nuestro héroe no cuenta con dinero. Y es así como pide crédito a dos judíos burgaleses: Raquel y Vidas. A cambio le deja dos cofres supuestamente llenos de oro y riquezas. Mas sólo contienen arena. Los judíos han sido engañados y ya no pueden hacer nada. Sin embargo, cuando en el Romancero del Cid encontramos que el dinero es devuelto acrecentado. Y el Cid pide perdón a los prestamistas por lo que hizo «con necesidad». Devuelve cuatro mil marcos de plata a cambio de arena pues en esos cofres también estaba «el oro de su verdad». Astucia para enfrentar las penurias, pero justicia y honor siempre. El Cid vivió no sólo en una España de guerras. Hasta finales del siglo XIII existían casi 300.000 judíos. Los cristianos asistían a las circuncisiones y los judíos a los bautismos. «Infieles» mezclados a «fieles» participaban en las ceremonias en las iglesias y los cristianos españoles iban a escuchar los sermones de los rabinos. España también nos ofrece lecciones de diversidad.



En suma, ¿Quién puede dudar de lo que mucho que debemos honrar nuestras raíces hispanas?





(*) Director Ejecutivo del Centro de Estudios para el Desarrollo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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