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La mediterraneidad de Bolivia


Las acciones que desde hace algún tiempo ha venido desarrollando el presidente de Bolivia, Carlos Mesa, repiten una rutina nada innovadora: para ganar una aparente gobernabilidad, la clase dirigente boliviana ha optado, otra vez, por un camino que demuestra que carece de los medios de contacto con su sociedad para ofrecer una meta común distinta del más primitivo llamado al «heroísmo» colectivo.



Para ellos, de nada valen ahora, ni han valido en el pasado, los razonamientos jurídicos y la importancia del respeto a los tratados internacionales. Es más fácil achacar el atraso y la falta de desarrollo del país a la supuesta pérdida de un litoral en el Pacífico, que en realidad nunca poseyó legalmente ni supo aprovechar mientras pretendía tenerlo, que reconocer que en sus 178 años de vida independiente los gobernantes no han sido capaces de integrar al pueblo boliviano a la modernidad.



Una seguidilla de gobiernos ineficientes, poco institucionalizados, inestables, breves y carentes de representatividad real, que ojalá el actual pueda cambiar, han dirigido ese país por demasiado tiempo. En buena medida, allí está la explicación de por qué Bolivia, que ciertamente tiene riquezas en capital humano y físico suficientes como para salir del subdesarrollo, no ha podido aprovechar sus ventajas, manteniéndose en ese estado, el cual impone un altísimo costo a su pueblo, sumido en la pobreza y la desintegración social.



Es evidente que la situación boliviana no tiene correlación alguna con la carencia de puertos propios, ya que las facilidades que Bolivia obtuvo de parte de Chile gracias al tratado de 1904 son realmente excelentes (sin contar todo lo que Chile pagó en dinero, la construcción del ferrocarril de Arica a La Paz y otras granjerías otorgadas); más aún, en el mundo hay ejemplos notables de países mediterráneos para los cuales esa condición no ha sido nunca una barrera al desarrollo, mientras otros con más mar del que pueden usar, siguen debatiéndose en la pobreza.



Pero, así como los recursos naturales se transforman en bienestar cuando son explotados, así también tales facilidades crean riqueza cuando son utilizadas adecuadamente por su beneficiario potencial. Posiblemente, rara vez se ha visto un país más favorecido, en este sentido, por los beneficios que permanentemente le ha otorgado nuestra nación.



Bolivia cuenta con una posición geopolítica en el continente sudamericano que no ha logrado entender y en su mediterraneidad ha visto sólo una desventaja más que una oportunidad. Sobre esa base ha permanecido mirando hacia atrás, en vez de reconocer que existe un amplio campo de oportunidades para, incluso, hacer de su posición geográfica una ventaja. Si en este último siglo se hubiera dedicado a interconectar las naciones colindantes, generando las vías que permitiesen el intercambio comercial y de personas, otra sería su realidad hoy. Sin embargo, su dirigencia ha preferido el camino aparentemente más simple, y también inmaduro, de apoyarse en la ayuda internacional y en concesiones que habrían de dársele dada su desmedrada situación. Como la evidencia lo muestra en todos los niveles, no es posible modificar una tendencia si no es con esfuerzo propio y voluntad de superación.



Es evidente que, en la arremetida actual del gobierno de Bolivia, no hay nada nuevo. Como se sabe, ese país desde hace muchos años mantiene una campaña destinada a sensibilizar a todos los gobiernos con los cuales se relaciona en pro de su demanda por una salida soberana al mar. También, como es tradicional, el gobierno de Chile ha sostenido que, por tratarse de un asunto netamente bilateral, previamente solucionado por un tratado que estableció con absoluta claridad los asuntos pendientes derivados de la Guerra del Pacífico entre ambas naciones, no cabe mayor discusión y que solamente se podría analizar un mejoramiento de las condiciones y facilidades estipuladas en dicho tratado.



Esta posición es, de acuerdo al derecho internacional, la única válida; no obstante, parece, al mismo tiempo, que la energía que se ha puesto en ella, hoy como ayer, no es lo suficientemente indicativa, esta vez, posiblemente potenciadas por las muy poco afortunadas intervenciones de personeros de algunos partidos de la Concertación y por la carencia de una política de Estado sobre el tema, para hacer que Bolivia modifique definitivamente sus pretensiones.



Es nuestra opinión que ha llegado el momento de ser completamente claros: Bolivia nunca tendrá costa soberana en el Pacífico; pero sí es posible, si ese país se convence de ello, generar una nueva relación que integre a ambas sociedades mucho más de lo que lo están en este momento. Eso requiere, sin embargo, un cambio de conducta clave de la dirigencia boliviana: soltar amarras respecto del pasado y mirar el futuro con sus efectivas oportunidades.



En parte, quizás, Chile es también culpable de esa inercia boliviana al haber dado espacio para que sus aspiraciones se mantuvieran vivas; los ejemplos más obvios de ello han sido las propuestas (realizadas más de una vez) de otorgar un inútil corredor hacia el Pacífico. Tal propuesta jamás fue una solución, pero alentó esperanzas que sólo han hecho daño a todas las partes.



Posiblemente, la mayor contribución que nuestro país puede hacer a la superación definitiva de este tema, es adoptar una posición firme y permanente que cierre, de una vez por todas, las elucubraciones sobre lo que nunca podrá ocurrir: la reversión del pasado.





* Guillermo Pattillo y José Miguel Izquierdo dirigen la comisión de Defensa del Instituto Libertad.



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  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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