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Las mujeres y la igualdad


Un dueño de una fábrica, de mediados del siglo XIX, cerró con cadenas su local y le prendió fuego. En su interior más de un centenar de mujeres murieron quemadas. ¿Por qué? Porque esas mujeres reclamaban mejores condiciones laborales. Y eso indignó a su dueño varón. En 1848, las obreras francesas de los Talleres de Estado reclamaban por la supresión de la jerarquía, la construcción de guarderías y la reforma del estatuto matrimonial. Las mujeres rusas protestaban por el hambre y la cesantía en 1917, lo que iniciaría la revolución de octubre. Estos son algunos de los antecedentes que nos llevaron a conmemorar ayer el día de la mujer.



Dos corrientes subterráneas de igualdad, una religiosa y la otra política, sirvieron a la causa de la mujer occidental. Dos relatos del Génesis nos introducen de lleno en la cuestión del estatuto de la mujer. Jesús, al discutir la relación entre hombre y mujer, se refiere en Gén., I. 27: «¿No habéis leído que al principio el Creador los hizo varón y hembra?» (Mt., XIX.4). El otro, el más popular, hace derivar a Eva de la costilla de Adán. Este otro entonces señala que Dios creó a la mujer «del hombre». Y Jesús cita al primero y no al segundo.



Las palabras de Jesús deben analizarse en el contexto histórico en que fueron dichas. Los griegos consideraban que las mujeres debían confinarse a las tareas reproductivas y domésticas. Su mente no era poderosa, y el cuerpo bello era más bien el de los efebos. La acción política era cuestión de los hombres (aunque Pericles consultaba a su amante Aspasia). Las mujeres no eran ciudadanas. Igual cosa ocurría entre los romanos que oprimían al pueblo judío. Y mujeres como Agripina o Teodora debían influir a través de sus hijos o esposos. Los imperios orientales eran aún más inmisericordes en el tratamiento de las mujeres. Heródoto describe costumbres especialmente crueles a este respecto. Finalmente, Jesús se rebeló en contra de este orden de cosas. Y condenó la costumbre de repudiar a una mujer en forma unilateral o de apedrear a una acusada de adulterio. De ahí que «ni mujer ni hombre, ni esclavo ni libre, ni judío ni gentil, sino que todos uno en Cristo».

Esta verdad tardó cientos de años en emerger en todas sus implicaciones culturales, sociales, políticas y económicas. Bajo la Edad Media, la mujer que no se contentaba con sus papeles domésticos era muchas veces acusada de bruja o prostituta. Quienes se salvaban de ello eran las «religiosas», pues expresaban una forma de vida superior. Sin embargo, ellas estaban también fuera de la sociedad, por encima de ella. Esta situación se mantuvo hasta la modernidad, en la que la mujer comenzó a trabajar en los talleres de la revolución industrial. Y como se les pagaba menos, comenzaron a ingresar masivamente. La codicia ayudó a la virtud. Lentamente la educación comenzó a extenderse. Cuando los hombres salían a hacer la guerra, comenzaron a ser reemplazados por sus mujeres en las fábricas. Y lo hacían bastante bien. Sonó pues la hora en que la ya vieja igualdad religiosa se unió a la potente verdad filosófica de la democracia.
¿Por qué las mujeres no tenían derecho a voto? Y es aquí donde irrumpe Mary Wollstonecraft (1759-1797), cuyo libro, Vindicación de los derechos de la mujer, comenzó a ser leído.



Wollstonecraft señaló que «si se pretende que el mundo quede libre de la tiranía, no sólo debe cuestionarse el «derecho divino de los reyes», sino también el «derecho divino de los maridos». Las insuficiencias de la mujer se debían a que se encontraba «aislada en las rutinas domésticas y limitada por unas oportunidades restringidas; las habilidades de las mujeres para convertirse en ciudadanas plenas eran constantemente atacadas y socavadas». Pero para ella tanto el hombre como la mujer nacen con la capacidad, concedida por Dios, de razonar. Y ello más la sabiduría, la virtud y la experiencia bastaban para garantizar el derecho de las mujeres a la plena ciudadanía.



Esta igualdad, fundada así religiosa y políticamente, impulsó y dio justificación a la emancipación económica de la mujer, mediante el trabajo asalariado, autonomía sexual a través del control de la procreación y soberanía política mediante el sufragio universal. Las mujeres lentamente han roto barreras que durante milenios les impidieron acercarse al poder político, económico y militar.



*Sergio Micco A. es director ejecutivo del Centro de Estudios para el Desarrollo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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