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Fuerzas expedicionarias en Haití: una imprudencia


Por primera vez en la historia de Chile, nuestras autoridades han desplegado fuerzas militares en una acción coercitiva, a miles de kilómetros de distancia del país. Sobre la base de una información equivocada proveniente del exterior, se adoptó una decisión con premura, y el Senado, en horas, la aprobó a regañadientes. Lo grave, es que puede traernos problemas incluso con EE.UU., si el próximo presidente es el senador Kerry. Por ello, tal vez, el debate sobre la materia es tan confuso en nuestro país. El objetivo de este artículo es precisamente clarificar los malentendidos.



Hernán Felipe Errázuriz, por ejemplo, junto con apoyar la decisión, dijo: «falta aclarar los costos, el supuesto reembolso que haría la ONU y las normas del uso de la fuerza… No sabemos si ante un enfrentamiento las tropas se van a retirar o a intervenir».



Según el párrafo 5 de la resolución del Consejo de Seguridad sobre Haití, los «gastos de la Fuerza Multinacional Provisional correrán por cuenta de los Estados miembros participantes» (además, pide aportes voluntarios para ayudar a financiarla, pero, según la experiencia, esos sacrificios son poco comunes).



Como se trata de una operación de imposición de la paz, la resolución invoca el capítulo VII de la Carta, por definición, una coerción armada. Ello explica que el núcleo de la Fuerza esté constituido por tropas especiales e infantes de marina norteamericanos y legionarios extranjeros de Francia, que no están precisamente entrenados ni equipados para mantener la paz. Algunos tienen la esperanza que sea suficiente un «boinazo», más ello dependerá de la reacción local.



Las resoluciones del «Consejo de Sabios» para formar un gobierno de unidad nacional no permite ser muy optimista. No asistieron los representantes de los países de la Caricom (Comunidad del Caribe), que propuso la idea antes de la caída de Aristide, ni las facciones Lavalas (avalancha), el movimiento de apoyo a Aristide y Préval. La «burguesía» mulata ha sido la única participante y toma las decisiones, pero, por desgracia, es sólo el 5% de la población. Ese consejo recuerda más bien a los fracasados «caucus» que pretendió imponer Washington en Iraq y que debió olvidar ante la oposición chía, la mayoría de la población.



La historia haitiana, por lo demás, es una sucesión de violentas rebeliones populares, con sus victorias cooptadas por la élite. El refrán político más popular era que las constituciones se hacen de papel y las bayonetas de acero. Derrotaron a los generales de Napoleón, más la minoría mulata se hizo del poder. Vencieron a los infantes de marina norteamericanos en 1934, después de 19 años de ocupación, pero recibieron como legado un ejército opresor. Y derrocaron a la dinastía Duvalier, que se apoderó del poder en 1957, después que los norteamericanos organizaran la caída del presidente Magloire en 1956, y que gobernó hasta 1986.



Aristide fue el primer Presidente elegido del país, en 1990 (su mandato fue interrumpido durante tres años por un golpe militar y, al restaurarse la democracia, se disolvió el ejército), seguido por la de Préval, en 1995, y nuevamente Aristide en 2000, en una discutible elección. Con todo, a pesar de sus errores en su segundo gobierno, Aristide es popular en Haití justamente por ser la primera representación política de los pobres, en un país en que son casi el 95% de la población.



Por lo demás, la segunda administración de Aristide fue hostilizada por el gobierno de Bush, quien le suspendió la ayuda internacional, alegando que no tenía legitimidad electoral -una ironía- y, en el propio Haití, por el International Republican Institute, asociado al senador Helms. The Economist calificó la caída de Aristide de una lenta estrangulación. La contraparte era la National Democratic Institution, una muy confusa exportación del partidismo norteamericano a Haití. Después que se retiraron los guardias presidenciales (según las malas lenguas después de un llamado de la Casa Blanca), justo cuando una turba de matones armados hasta los dientes se acercaba a la capital, la administración Bush le hizo a Aristide una proposición que no podía rechazar: subirse a un avión con rumbo desconocido o un baño de sangre en Port au Prince.

Con todo, es innegable que sin la participación del movimiento social que levantó a Aristide y Préval, los lavalas, la paz en Haití es una posibilidad muy remota en el futuro previsible. Por ello, la participación de éstos era una de las claves en la proposición de la Caricom para encontrar un modus vivendi democrático, antes de la caída del presidente haitiano.

Por otra parte, la esperanza de Jorge Heine, de que nuestra participación en la Fuerza nos subirá en el índice de globalización de Foreign Policy, es equivocada, porque no se trata de una misión de mantención de la paz de las Naciones Unidas. Sólo fue aprobada por el Consejo de Seguridad. Washington es quien está a cargo y la Fuerza no usa cascos azules.



La ONU no es un gobierno celestial, extraterrestre o supranacional, sino una organización de gobiernos que se apoya en un secretariado. El secretario general no es un sumo sacerdote, un presidente, ni siquiera un alcalde, sino más bien una autoridad moral, según sea su carácter, y un ejecutor, cuando se le pide en las resoluciones respectivas, de las decisiones que adoptan el Consejo de Seguridad o, con limitaciones, la Asamblea General.



Por eso, la relación de la Fuerza con la ONU es tenue, según la resolución:



1)- Apoyar la creación de las condiciones necesarias para que esta última preste asistencia al pueblo de Haití.



2)- Coordinar las actividades de la Fuerza, según sea necesario… con el Asesor Especial para Haití de las Naciones Unidas, al parecer para impedir que la situación humanitaria siga deteriorándose.



3)- En el caso del Secretario General, ser informado por los Estados Miembros contribuyentes, acerca de su intención de participar en la misión.



Cierto es que otros párrafos de la resolución piden al Secretario General que elabore un proyecto para una operación de mantención de la paz en Haití, en 25 días. No obstante, se trata de una etapa posterior, para reemplazar a la actual fuerza, que se supone estará desplegada por no más de 90 días. Hasta el momento no hay una preparación visible para una misión de cascos azules, y Fred Eckhard, el vocero del Secretario General, declaró que «las Naciones Unidas no están en el asunto del reclutamiento. Si quiere saber de eso, hable con EE.UU. y sus amigos». Chirac, y al parecer Bush, comenzaron esa tarea, comunicándose con el presidente Lula y con la Caricom. Se dice que el primero fue muy receptivo, pero que la segunda nada quiere saber sobre el asunto.



La decisión de enviar tropas expedicionarias al Caribe tampoco es positiva para una presunta latinoamericanización de nuestra política exterior. En Haití no tenemos más compañía que países de la Otan. Como dice un admirador, Álvaro Vargas Llosa, en su artículo «La tentación de Chile», entre vecinos «problemas» somos ahora parte de la «solución» y, también a invitación de Washington, de una casta privilegiada, en la misma mesa de EE.UU. y sus socios de la OTAN. De súbito, parecemos tener iniciativa internacional y acceso a la primera división.



De paso, volvemos a disuadir a nuestros enemigos potenciales en el vecindario, al demostrarles que podemos desplegar fuerzas expedicionarias a gran distancia y en horas. Para el Perú, según Vargas Llosa, le parece una prueba de que Chile tiene un afán de gravitación regional y de que, en este rol, Estados Unidos lo secunda.



Todo ello más bien confirma nuestro pretendido despegue de América Latina y el Caribe, que fue parte del realismo mágico de algunos pinochetistas, o, a lo menos, un distanciamiento, un virus de la tecnocracia concertacionista (recordemos el trozo de hielo antártico que enviamos a la exposición de Sevilla, para demostrar que eramos nórdicos, perdón, súrdicos).



Con todo, esas separaciones son siempre efímeras ilusiones. Tengamos presente que el ingreso de México, al TLC de América del Norte, no lo transformó en aliado de EE.UU. Recordemos la gran preocupación de nuestros círculos gobernantes cuando Clinton bautizó a la Argentina como «aliado estratégico no Otan», y concedió a sus nacionales el privilegio de ingresar a su país sin visas. Al caer de la Rúa y abandonarse la paridad peso/dólar, nadie dijo nada, salvo exigir visas a los argentinos para entrar a EE.UU., y todos olvidamos esa alianza.



Para qué decir acerca de lo que le pasó al Consejo de Seguridad, la Otan y la Unión Europea, cuando Bush decidió invadir Iraq en coalición con una «nueva Europa». Es curioso, pero incluso en la cúspide de su poder, EE.UU. necesita en toda operación bélica de «los aliados», ahora, en tiempos de los vulcanos (el Dios romano del fuego, y como se llaman a sí mismos los miembros del equipo de exteriores de Bush), en coaliciones ad hoc.



Más todavía, deberíamos tener en cuenta que los republicanos, prácticamente sin moderados, y a pesar de que el país está dividido en dos partes iguales, quebraron el tradicional bipartidismo de la política exterior norteamericana. Realidad ante la cual no es prudente abanderizarnos. El candidato presidencial demócrata, el senador Kerry, califica la política internacional de Bush de «inepta, temeraria, arrogante e ideológica». Además, junto con la bancada de congresales negros, una de las bases demócratas, critica la política haitiana y declara que habría mandado una fuerza para proteger a Aristide y evitar el deterioro de la situación. «Mire», dijo, «Aristide no es un chiste e hizo muchas cosas equivocadas». Sin embargo, Washington tenía un entendimiento con la región acerca de la protección de la democracia. Y contravenirlo demuestra miopía.



A ese argumento, Kerry añade su experiencia en Vietnam. Y afirma que cuando se intenta alterar la dinámica de una región, mediante el cambio de gobierno, casi siempre sale el tiro por la culata. Arturo Valenzuela, quien fuera el encargado de América Latina, en el Consejo Nacional de Seguridad, durante la administración Clinton, agrega un matiz. El error (de los vulcanos) es que no calculan las consecuencias. «Piensan que el problema es un mal líder, igual que en Iraq, y que su partida tendrá un buen resultado. El orden político tiene que ser reestablecido por una fuerza legítima. Solamente las Naciones Unidas pueden hacerlo»; y ello se postergó para una segunda etapa. Por consiguiente, nuestra contribución a la Fuerza Multinacional Provisional nos coloca, sin querer, al lado de uno de los partidos que se disputan el poder en EEUU. Y si pretendemos encontrar una solución política o mediar, sin ser títere de Washington, nuestra propuesta será de inmediato descartada por los vulcanos, como nos ocurrió respecto de la crisis iraquí.

Para justificar el uso de la fuerza, el Consejo de Seguridad se atuvo estrictamente a la letra de la Carta y declaró «que la situación en Haití constituye una amenaza para la paz y la seguridad internacionales» y, con una ingenuidad admirable, la fundamentó, a reglón seguido: «ante la posibilidad de una afluencia de haitianos a otros Estados de la subregión». Esa «afluencia» no inquieta a los países de la Caricom, que protestan con energía por la destitución de un presidente elegido, también en el seno de la OEA. Sin embargo, sí preocupa a quienes impulsaron la resolución o mandaron tropas, es decir, EEUU, por Florida, y Francia, por sus departamentos de ultramar, Guadalupe, Guyane y Martinique, en años electorales, a los que se suma Canadá por Quebec. Y Chile es el único país contribuyente a la Fuerza que no está expuesto a esa afluencia.



La intención, como se desprende del texto de la resolución, es un despliegue de la fuerza por no más de 90 días, que se supone pacificará el país, seguida de una misión de paz de las Naciones Unidas, de acuerdo a un proyecto que elabore el Secretario General. Es relativamente fácil desarmar a los matones que invadieron Haití y participaron en el derrocamiento de Aristide, y que al ser descalificados por el general norteamericano, a cargo de la Fuerza, desaparecieron de la luz pública. No se caracterizan por su heroísmo. El problema real son los chimé (quimeras), las milicias armadas supuestas defensoras de Aristide que, junto a los ministros del gobierno depuesto y los lavalas, se han sumergido.



La historia reciente -por ejemplo Afganistán e Iraq-, demuestra que no es fácil para una fuerza armada retirarse una vez cumplida la operación militar y traspasar la situación a una misión de paz. Si el país respectivo, en este caso Haití, no es realmente pacificado, no hay voluntarios para hacerse cargo de los errores de la fuerza armada y de las reacciones locales. Por consiguiente, cualquiera opinión sobre lo que pasará mañana en Haití es una especulación que puede o no ocurrir.



Ante ello, sólo cabe sustituir políticas comunicacionales por un sereno análisis de la situación, de acuerdo al principio de la soberanía nacional, que es «la que reside en el pueblo y se ejerce por medio de sus organismos constitucionales representativos».

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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