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A propósito de los atentados de España


Nuestra primera reacción ante un acto terrorista, donde quiera que se produzca, es de natural horror y conmiseración. Cada día nos enteramos que ha habido alguno, más o menos sangriento, en alguna parte del mundo. Pero las imágenes de la televisión y fotografías de los diarios, coyunturales y por ello fugaces, que logran impactarnos en un momento, son con demasiada rapidez desplazadas por la vorágine noticiosa, tan variada y disímil. Al final el dolor y la vivencia del sinsentido sólo quedan circunscritos a familiares y amigos de las víctimas, y las investigaciones policiales o de inteligencia. Y cada uno de nosotros de vuelta a lo suyo, hasta el próximo atentado que nos volverá a estremecer, pero cada vez menos, por su habitualidad.



Y en ello radica precisamente la razón de la creciente y cada vez más sofisticada parafernalia terrorista desarrollada para provocar el mayor daño posible, como en el caso de los atentados en Madrid. Se trata ya no sólo de matar policías o militares -calificados como la representación del enemigo-, sino a cualquiera, en lo posible, como esta vez, ciudadanos trabajadores y estudiantes. Pero además ya no basta el cobarde tiro en la nuca o la emboscada, sino se trata de matar de la manera más horrorosa y masiva posible, porque las imágenes y la magnitud deben ser capaces de copar el tiempo del telediario y las portadas, y con ello lograr la publicidad buscada. Conscientes del agotamiento de la capacidad de asombro de las personas comunes y corrientes, nos obligan de esta forma a prestar atención a sus actos.



Pero la pregunta que subsiste es ¿para qué? ¿Para qué seguir atentando si no existe -como en el caso concreto de España- absolutamente ninguna viabilidad al propósito supuestamente político en que los terroristas pretenden sustentar y justificar sus atentados? Y lo mismo puede decirse de cualquier otro en algún lugar del mundo. ¿Acaso la destrucción y muerte en las torres gemelas han modificado la política exterior de los Estados Unidos, en un sentido favorable a los ideales de los terroristas? ¿O han logrado algo en el Asia, en Oriente Próximo, en Sudamérica o en alguna otra parte del mundo?



Habría que reflexionar más profundamente sobre esto. Existen explicaciones sicológicas muy plausibles sobre la lógica perversa que va embargando a los terroristas, en virtud de la cual se van confundiendo progresivamente en su mente los fines y los medios, de tal forma que llega un momento en que el medio es el fin y, por lo tanto, ya no importa que el objetivo político original no se consiga. Se trasforma en una forma de vida, en un sentido existencial cotidiano, que permite afirmar la personalidad y definirse un lugar en el mundo. Esa es una explicación, válida sin duda, y que nos permite entender que cosas como la de Madrid sigan pasando.



Pero no puede ser toda la explicación. Hay también un entorno societario que genera apoyo a estas conductas, ya sea porque de él surgen grupos que se erigen en el brazo político de los terroristas, confundiendo con su discurso a ciudadanos normales, pero inadvertidos, o bien porque además cuentan con la indiferencia de las mayorías ciudadanas que en nuestras sociedades consumistas y hedonistas van optando cada vez más por las opciones individuales, por el desinterés en las cuestiones públicas, por el egoísmo.



La impronta economicista, exitista y competitiva de la sociedad occidental del siglo XXI es un caldo de cultivo para que la dimensión social -y, por lo tanto, para la dimensión solidaria y fraterna de nuestro ser que nos lleva a vivir y desarrollarnos en sociedad- se vaya circunscribiendo a acciones episódicas, a lo sumo caritativas, pero que no nos comprometen con el destino mismo de la comunidad a la que pertenecemos, que es la esencia de la política. Nos hemos alejado de la política, que es el arte de consensuar, es la forma de relacionarnos e interesarnos por los demás.



Más allá de que existan situaciones de corrupción o incompetencia que puedan justificar un desencanto ciudadano por ella, lo cierto es que la política es el camino para vivir mejor y en paz, pero nos exige compromiso, tiempo de dedicación, aunque sea para estar informados; nos exige tener opinión, movilizarnos y cumplir deberes cívicos elementales, como votar para decidir. O sea, significa una suerte de incomodidad que nos altera nuestro itinerario vital, centrado en nosotros mismos y, como mucho, en nuestro circuito más cercano.



Pero resulta que la política es todo lo contrario de la violencia. Sus tantas veces denostadas características -el diálogo, el consenso, la aproximación de posiciones, la transacción-, por largas y engorrosas, contrastan con la sociedad de la velocidad y la eficacia pragmática y, por ello, pueden ser presentadas por los autoritarios o terroristas como defectos, cuando en realidad constituyen virtudes que en la medida que son ejercidas por los políticos y entendidas por los ciudadanos, permiten asentar en la vida social el convencimiento ciudadano de que el único camino es la política y no la violencia.



La mejor forma -de largo plazo y nunca definitiva, desgraciadamente- de aislar el violentismo es fortalecer la democracia, y eso se hace cuando los ciudadanos no sólo la disfrutan, sino que la defienden, construyen y perfeccionan día a día con sus votos, con su apoyo a los partidos políticos, con sus opiniones, para ir consiguiendo los objetivos que legítimamente se plantean sectores y grupos.



Los atentados de Madrid no deben por ello ser ajenos para nadie, allí o aquí. Cabe recordar a Hemingway : «Cuando muere un hombre, muere una parte de la humanidad, por eso no preguntes por quién doblan las campanas. Doblan por ti».



* Embajador de Chile ante la Aladi.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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