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Nadar Solo (cómo pasar un verano en Santiago)


Nadar Solo es el nombre de una película argentina que vi en el verano. Pasó casi desapercibida entre festivales de teatro y cervezas en la terraza. La historia es conmovedoramente sencilla. Un adolescente tiene una banda de rock que ya no funciona y una vida que se mueve despacito entre los suburbios de Buenos Aires. El personaje esta lejos de ser un star rock, carece de cualquier «malditismo» y las canciones de su grupo son covers aburridos. A fin de cuentas, es sólo un chico normal que vive y almuerza sagradamente con su familia -tampoco demasiado disfuncional o demasiado buena onda-, mientras espera encontrar una buena fiesta o una excusa para pasar la tarde.



Un fin de semana de verano el chico parte de viaje a Mar del Plata con el plan de encontrar a su hermano grande. Por supuesto no encuentra nada y a los pocos días está de vuelta en la casa de sus padres, almorzando y preparando las cosas para el colegio. Sin embargo, aunque no hubo aventuras ni nada muy grandilocuente, la vida de nuestro personaje parece cambiar definitivamente. Basta un giro minúsculo, un pequeño guiño que nunca vimos, para que todo sea completamente diferente.



Me acordé de Nadar Solo cuando me puse a pensar en el verano. Muchos de nosotros lo pasamos aquí en Santiago. Masticando las tardes aburridas, a punta de planes para el fin de semana. O llenando los happy hours. Ahora en marzo cuando empiezan a llegar los que se fueron «verdaderamente» de vacaciones; de puro envidioso me bajó por defender la belleza de estos veranos sin acontecimientos. A diferencia de los veranos maximalistas cargados a la geografía o a las playas fabulosas (que por cierto son muy entretenidos), se agradece la paz intimista de un verano en Santiago, cargado de calles vacías y rostros de amigos repetidos que no intimidan.



Aunque me quedé en el mismo lugar. Ahora que empieza marzo igualmente siento que de alguna forma todo es un poco diferente. Como cuando uno entraba de nuevo al colegio. O -para seguir con mi película del verano- como este adolescente que vuelve de Mar del Plata transformado, pero sin haber vivido nada muy impresionante. No se trata de grandes cambios personales ni de descubrimientos maravillosos. Es el impacto de las cosas pequeñas que sólo pasan en el verano: los días más largos y los almuerzos afuera; poder andar por la casa a «pata pelada» o andar en bici en el cerro.



Nadar Solo no es una película aburrida por la misma razón por la que los veranos en la casa tampoco nunca podrían llegar a aburrir. En marzo, hasta los que nos quedamos acá comenzamos a lamentar el fin del verano.



Todo esto me lleva a una conclusión terriblemente optimista. A fin de cuentas, no hay nadie que no tenga vacaciones. No se trata de tener objetivamente vacaciones «pagadas» -las cuales en mi caso, objetivamente, tampoco nunca han existido-, sino de los pequeños cambios que nos llegan en el verano. De alguna extraña forma, el verano nos cambia transitoriamente y nos hace vivir en una atmósfera de vacaciones, que siempre tiene algo memorable. Siempre hay un pequeño guiño que nos va a quedar en la memoria o algo que comienza desde cero.



Cuando el mundo comienza a girar de nuevo frenéticamente a comienzos de marzo, y los noticiarios se obsesionan con los tacos de Viña a Santiago, incluso los que nos quedamos acá trabajando, no queremos volver.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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