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Operación de paz: otra faceta de la integración chilena


Múltiples factores han incidido para que la comunidad internacional modificara, desde comienzos de la década del 90, su actitud frente a la intervención militar, respecto de ciertos Estados y en determinados contextos. Entre esos factores, se destaca la erosión del concepto de soberanía, el establecimiento de nuevas normas y procedimientos internacionales, la presión que ejercen los medios de comunicación, la necesidad de las naciones desarrolladas de contener la inmigración desde países periféricos y, quizás el más relevante, los no combatientes -es decir, los civiles-, que se han convertido en el blanco preferido de los más sangrientos guerrilleros y caudillos de la guerra.



Actualmente, las fuerzas multinacionales están actuando, en situaciones de emergencia complejas (como es el caso de Haití), donde amplias proporciones de la población civil se ven amenazadas como resultado de guerras entre Estados o guerras civiles, en las cuales, tanto el desplazamiento masivo de población, como la dificultad de establecer sistemas de abastecimiento y logística adecuados, generan altas tasas de mortalidad.



Las operaciones de paz, iniciadas antes de 1990, con la excepción de El Congo, tuvieron como misión realizar acciones de monitoreo, contando, en general, con el acuerdo previo de las partes. Sin embargo, los objetivos de las Operaciones de Paz cambiaron drásticamente a partir de 1991 y 1992, con la intervención en el norte de Irak y en Somalia, intervenciones que ampliaron la finalidad de estas operaciones hacia la imposición de la paz.



El éxito de esta nueva generación de operaciones ha sido, no obstante, relativo. En el caso de Somalia, los objetivos de la misión no pudieron ser cumplidos y las fuerzas de Naciones Unidas (NU) debieron ser evacuadas. En general, buena parte de las misiones de NU no han logrado sus objetivos, o lo han conseguido sólo en parte. Quizás esto se debe a que dentro de la organización existe una burocracia que intenta imponer sus visiones culturales y políticas, en un contexto donde ellas no siempre son factibles de aplicar. Somalia es, tal vez, uno de los casos paradigmáticos. En un país basado en el sistema de clanes, NU intentó imponer una democracia al estilo occidental, y el fracaso está a la vista.



Chile no ha estado ajeno a este proceso de cambio en los roles de las fuerzas internacionales de paz de NU. De hecho, el mantenimiento y la promoción de la paz mundial constituyen objetivos permanentes de la política exterior chilena. Consecuentemente, nuestro país ha reafirmado su compromiso de contribuir de manera activa al esfuerzo en pro de la paz y la seguridad internacional que desarrolla la Organización de Naciones Unidas. La adhesión de Chile a este sistema representa una nueva forma de asumir un rol más activo en el ámbito de la seguridad y el desarme internacional, rol que, por supuesto, implica contribuir con personal y medios entrenados de sus Fuerzas Armadas, de Orden y Seguridad y civiles a la ejecución de las resoluciones del Consejo de Seguridad, dentro de los límites de recursos que para esos efectos ofreció a Naciones Unidas.



En virtud de las disposiciones contenidas en la ley 19.067, de 1991, la decisión sobre el envío de fuerzas chilenas a una determinada Operación de Paz la adopta el Presidente de la República, con anuencia del Senado cuando corresponda, tomando en consideración el informe conjunto de los Ministerios de Relaciones Exteriores y Defensa Nacional. Bajo dicho marco legal, durante la década del 90, específicamente desde 1992, la participación de Chile en operaciones de paz ha significado enviar más de 200 efectivos en 10 misiones, a las cuales se suma, a partir del 4 de marzo pasado, el envío de algo más de 300 efectivos para imponer la paz en Haití.



Respecto de este último compromiso, se ha suscitado una polémica que ha girado en torno a dos ejes principales: la premura con que se comprometió el apoyo chileno, sin antes consultar al Senado, y la legitimidad de la operación emprendida por las potencias occidentales y, por tanto, la coherencia de esta resolución con los principios defendidos por Chile vía su política exterior.



Como se señaló, en virtud del artículo 4ÅŸ de la ley 19.067, que regula la salida de tropas nacionales, el Presidente de la República debe contar con el acuerdo del Senado para autorizar la salida de tropas chilenas al extranjero. Esta obligación legal, sin embargo, no se opone a la necesaria agilidad y capacidad de reacción con la que deben actuar las autoridades y las fuerzas armadas ante una emergencia. Es por ello que, a pesar de que el presidente requiera dicha autorización, es resorte de la misma autoridad el asumir el riesgo político que implicaría dar la orden de movilizar la tropa y, posteriormente, retractarse al no contar con el apoyo político requerido.



La demostración de capacidad de respuesta, agilidad y rapidez se vería gravemente dañada si se viese sometida a los procesos estándares de tramitación legislativa. Esto no significa, sin embargo, que la sola expresión de voluntad de la autoridad política baste para que la sociedad deba comprometerse en acciones militares fuera del territorio. La carencia de una evaluación, medianamente comprensiva, de beneficios y costos, que ha sido evidente en el caso de Haití, no es consistente con una toma de decisiones racional.



Por otra parte, la participación en Haití parece coherente con los objetivos de la política exterior chilena. Chile respondió afirmativamente a la solicitud planteada por el Consejo de Seguridad de NU y forma hoy parte de una fuerza multinacional, junto a aquellos países con quienes compartimos, entre otras cosas, el interés por mantener el orden en los países cercanos al Canal de Panamá.



La responsabilidad sobre la evaluación de cada petición, y la proposición posterior al Presidente de la República, siempre será de los ministerios de Relaciones Exteriores y Defensa Nacional, en conjunto. Son estas secretarías las que deberán evaluar ahora la posible permanencia de las tropas chilenas en Haití. El plazo de estadía de la actual misión es de tres meses, es decir, obedece a un objetivo estabilizador. Sin embargo, si se pretende continuar, deben evaluarse seriamente los objetivos a lograr y los plazos en que ellos se obtendrían. Ya se han realizado por lo menos cuatro misiones en Haití, algunas simultáneas; sobre sus resultados, no hay nada que decir que la realidad actual no haga más que evidente.







*Guillermo Patillo y José Miguel Izquierdo pertenece a la Comisión de Defensa del Instituto Libertad.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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