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Situación penitenciaria y reinserción social


La situación carcelaria de Chile es, desde todo punto de vista, insostenible. Nuestras cárceles exhiben niveles de sobrepoblación carcelaria que hacen de las condiciones de vida de los internos, una angustiante lucha por la sobrevivencia. Se suma, además, una intolerable selectividad entre quienes cumplen condenas privativas de libertad, siendo, la mayoría de ellos, miembros del mismo grupo social que son seleccionados por el sistema penal, generalmente, por haber cometido delitos que, perfectamente, pueden denominarse como óperas toscas del delito. Hay que comenzar, entonces, por desmitificar la imagen de la cárcel como un lugar lleno de peligrosos y desalmados individuos que han cometido los crímenes más atroces.



Basta, por ende, ver quienes pueblan nuestras cárceles para darnos cuenta que, mayoritariamente, encerramos a jóvenes de los estratos sociales más vulnerables, que han cometido o que se les acusa de delitos que, sin menospreciar su importancia, no necesariamente deberían significar una sanción privativa de libertad.



Pero además de la selectividad penal -sobre eso se ha escrito ya bastante- lo preocupante es que también las cárceles mantienen niveles de sobrepoblación y hacinamiento que hacen de la permanencia en prisión una constante violación a la dignidad humana de quienes están presos.



Chile presenta hoy la realidad de ser uno de los países de Latinoamérica con el porcentaje más alto de presos por cada 100 mil habitantes. Las estadísticas señalan que hay más de doscientos presos por cada 100 mil habitantes, lo que nos pone muy por encima de otros países de la región y, para qué decirlo, de los países de Europa Occidental. Lo alarmante de esto es que nuestras cárceles (en particular la ex-Penitenciaria) no están en condiciones de mantener tan alto número de internos, transformándose en verdaderos campos de concentración de quienes están privados de libertad.



En ellas los internos tienen que compartir minúsculos espacios para hacer las necesidades más básicas de un ser humano, desde compartir piezas para dormir con un numero varias veces superior para las que fueron creadas, hasta como sucede en algunas cárceles, dormir en los baños o en los pasillos por no tener espacio ni seguridad para compartir las piezas con los otros internos. La sobrepoblación penal termina siendo, entonces, un problema que, mientras no sea resuelto, hará inútiles o inocuos todos los intentos que se hagan por mejorar la reinserción social.



El mismo hacinamiento genera, además, focos de violencia y tensión intrapenitenciarios, que producen una excesiva violencia entre los mismos internos pero, por sobre todo, entre los gendarmes y quienes son sujetos de su custodia, abundando la tortura y malos tratos como mecanismo de disuasión y represión, con una ideología de la cárcel correccional que, por lo mismo, centra su función en el modelo corrección-castigo, más que en la disuasión-rehabilitación.



La solución, en todo caso, no puede pasar por un simple aumento del número de cárceles y de la densidad carcelaria por número de plazas, sino que en cambio, por hacer una política criminal integral, que amplíe la solución de los conflictos sociales, que privilegie sanciones no privativas de libertad y que mantenga la cárcel como herramienta de ultima ratio.



Por el contrario, una política criminal en parte insensata, como la que se vislumbra en la mayoría de las decisiones del Ejecutivo y, para qué decirlo, de las pretensiones punitivas de los legisladores -que por lo demás no obedecen a criterios científicos ni empíricos, sino que a encuestas de opinión o respuestas a los medios de comunicación y al tratamiento que éstos últimos hacen de la cuestión delictual-, termina por no considerar, como de hecho ya ocurre en Chile, el factor de la sobrepoblación penal, del hacinamiento y, lo que es peor, de los efectos distorsionadores de las reglas sociales que la cárcel genera. En esa política criminal mediatizada y popularizada proliferan los discursos de emergencia que plantean aumentos de penas desproporcionadas, agravando las condiciones críticas de sobrepoblación de nuestras prisiones.

Todo lo anterior, por cierto, se agrava por el ingente mutismo que existe, desde el saber jurídico, frente a esta realidad carcelaria. Nuestra Constitución, en cuanto señala que Chile es una República democrática, lo que está haciendo, lejos de hacer una simple declaración poética de principios, es indicarnos que la persona es el centro y el Estado está, necesariamente, a su servicio, lo que redunda en que el Estado debe respetar los derechos que emanan por el solo hecho de ser persona, independientemente de su condición -en la especie encarcelado-, raza, origen, sin discriminaciones contrarias a su dignidad.



Por lo mismo, si bien es cierto que en la cuestión carcelaria se presenta la dicotomía derechos y seguridad colectiva, entendiendo que la cárcel en algunos casos puede ser una herramienta para preservar la seguridad colectiva, esta pretensión estatal no puede importar una negación de los derechos que asegura nuestra Constitución, a los que están privados de libertad. El hecho de que el Estado quiera evitar que la conducta de algunos ciudadanos perturbe la tranquilidad de los demás, no puede ser pretexto para imponerles condiciones que lesionen su dignidad, como lo es un encarcelamiento en un lugar que no reúna las condiciones de espacio, higiene y seguridad, que los internos requieren.

El alejamiento casi completo que existe entre la justicia y la realidad carcelaria importa, además, abandonar el mundo de la ejecución penal, a la simple potestad de quienes administran la sanción penal. Por lo mismo, han sido excepcionales los casos en que las Cortes se han tomado en serio su rol protector de derechos de todos los ciudadanos y han intervenido en la forma en que se ejecuta la sanción penal. Por el contrario, la mayoría de las veces nuestros tribunales superiores de justicia han hecho caso omiso de las necesidades de los internos, declarando inadmisibles las solicitudes de los presos (en general por considerar la cuestión como administrativa y entregada reglamentariamente a Gendarmería), reenviando el conflicto al juzgado del crimen respectivo (donde en general no se da respuesta a los problemas de violencia entre los gendarmes y los presos), o simplemente denegando la petición judicial, argumentando que no es posible realizar una protección de los derechos ex-post.



El resguardo de los derechos fundamentales requiere de una actitud activa por parte de la justicia, en especial de las Cortes, que sean capaces de innovar en la protección de los derechos de quienes están privados de libertad, transformándose en una contención frente al poder punitivo, prescribiendo claramente lo que no estamos dispuestos a aceptar porque así nos lo impone nuestra Constitución y los Tratados Internacionales que Chile ha firmado y ratificado. De hecho, mientras en Chile no tengamos un procedimiento judicial que controle la ejecución de la sanción penal, compete a las Cortes asegurar que los derechos humanos de los internos se respeten a cabalidad.



Con todo, es comprensible que en la actualidad la cárcel no cumpla, sino en casos excepcionales -que devienen más en esfuerzos personales que en iniciativas de Gendarmería-, ningún fin resocializador. La cárcel, tal cual como está, es más una escuela del delito que una lugar donde los internos puedan rehabilitarse. Gendarmería, en todo caso, insiste en la capacidad que tiene de poder resocializar a los internos, lo que se explica porque está en la genealogía del discurso penitenciario post- Segunda Guerra Mundial, aun cuando el dato óntico esté lejos de reflejar que ella sea eficiente, aumentando el porcentaje de resocialización entre quienes están a su cuidado.



Por el contrario, todo el proceso criminalizante, desde la cárcel hasta la conclusión de la sanción penal y su posterior reinserción social es altamente generador de la reincidencia delictual. Así, y como corolario de lo anterior, la carga que en la práctica significa la anotación prontuarial de los antecedentes de quienes salen en libertad, termina siendo un peso que lejos de instar a la resocialización significa una pena que excede la sanción penal y que, en definitiva, importa una mayor exclusión del ámbito laboral.



Es imperioso abogar por una modificación de la publicidad de estos antecedentes penales, si lo que buscamos es que quienes han cometido delitos puedan reinsertarse exitosamente a la sociedad y, por sobre todo, al mundo laboral, para evitar la exclusión que hoy se da.



En conclusión, es imprescindible repensar el círculo vicioso que hoy se produce en torno al problema de la violencia social, que comienza con el delito, sigue con la criminalización y continúa con la exclusión social, para dar paso a una realidad virtuosa que permita un mejor tratamiento de quienes están privados de libertad, reduzca el ámbito de aplicación carcelaria y mejore las condiciones de rehabilitación para evitar la reincidencia. Así podremos avanzar en el problema del delito y lograremos la inclusión social de quienes han cometido un delito. Solo así podremos enfrentar el problema del delito, de la mano con el respeto que la protección de los derechos fundamentales nos exige.





*Ignacio Castillo Val es abogado del Grupo de Estudios Penales
de la Universidad Diego Portales (Ignacio.castillo@udp.cl).

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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