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Educados en la desigualdad


Los resultados de la prueba Simce, aplicados a casi 250.000 alumnos de segundo medio, arrojaron los mismos resultados de siempre: la brecha entre colegios municipalizados y particulares es ostensible e incluso tiende a acentuarse en el tiempo. Además, la calidad de la educación chilena es deficiente y no logra avances importantes.

En materia de diferencias entre colegios, mientras en el año 2001, una escuela municipalizada obtenía 58 y 79 puntos menos en Lenguaje y Matemáticas, respectivamente, que un establecimiento particular pagado, en el año 2003 estas brechas se extendieron a 60 y 87 puntos.

Lo medular es que el 83 por ciento de los alumnos que se encuentran en la educación municipalizada pertenece a los grupos socioeconómicos bajo y medio bajo, donde el ingreso promedio mensual de los hogares es menor a $180.000, típica situación de un país como Chile, que ostenta el vergonzoso récord de ser la undécima economía más desigual en el planeta, sólo superado por los países más pobres de África y Centroamérica.

Ciertamente, es muy importante todo lo que ocurre dentro de una sala de clases y aquí se agradecen aquellas recomendaciones de los especialistas en temas educacionales, orientadas a mejorar el desempeño de los profesores, a reformular los contenidos curriculares y a elevar los tiempos en que los estudiantes pasan en el colegio. Pero paralelamente, es necesario reconocer que el sistema educacional presenta una serie de restricciones externas que imposibilitan un mejor funcionamiento y que coartan la posibilidad de alcanzar estándares adecuados, en cuanto a calidad y equidad.



La principal barrera se relaciona con nuestra matriz cultural pro desigualdad, que ha teñido a la gran mayoría de las relaciones sociales y también a las principales instituciones de nuestro país, generando consecuencias tales como:



1)- el gasto público por alumno en educación básica y media llega a los US$600 anuales, algo así como $30.000 mensuales. En cambio, el gasto privado asciende a los US$2.772 anuales, o sea, $140.000 por estudiante. En pocas palabras, los niños y jóvenes que más necesitan ayuda cuentan con recursos casi cinco veces menores que aquellos alumnos que nunca han experimentado una urgencia económica;



2)- sólo 1 de cada 4 infantes, pertenecientes al 10 por ciento más pobre de la población, puede acceder a educación parvularia, a diferencia del 60 por ciento que accede en el caso de aquellos que pertenecen al decil más acaudalado;



3)- sólo 5 colegios municipalizados se encuentran entre los 200 establecimientos con mejores puntajes en la reciente Prueba de Selección Universitaria (PSU).

Por estos días se han hecho públicos los resultados de la evaluación docente, efectuada a 3.700 profesores. Junto a ello, se viene proponiendo, de una manera prioritaria, el aprendizaje del inglés en los colegios, para enfrentar mejor los desafíos de la globalización. Naturalmente, los dos son buenos aportes, así como todos aquellos que tiendan a elevar las competencias de nuestros estudiantes. Pero a estas alturas ya se torna algo irresponsable continuar aplicando políticas aisladas y que no generan efectos considerables en la calidad y en la equidad de la educación chilena, tal como lo demuestran los magros resultados alcanzados en el Simce y en la PSU. De una vez por todas se necesita una política país integral, que se remita a la causa fundamental de nuestro problema en educación: la desigualdad social.

Mientras se pretenda hacer creer que las inequidades en Chile se resuelven con más educación y no se reconozca que las falencias educativas corresponden a una consecuencia de nuestra cultura desigual, seguiremos obstinadamente pretendiendo ser el único país en el mundo que intentará lograr calidad en un mar de desigualdad.





*Rodrigo Pizarro es director Ejecutivo de la Fundación Terram.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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