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Las paradojas del Imperio


Podríamos hacer un poco de política-ficción e imaginar que una de las soluciones para poner algo de orden en la situación de caos generalizado, que existe hoy en Irak, sería que Sadam Hussein, recién afeitado y rebosante de energía, llamara a todos los iraquíes a una conferencia de prensa, a apoyar a las autoridades invasoras de su país. Esta salida, algo descabellada, pero que a más de algún estratega de la Casa Blanca se le ha ocurrido recientemente, tiene un asidero: Washington está pensando incluir a ex ministros del antiguo régimen baasista de Sadam Hussein en un gobierno interino, afirma en su edición del 23 de abril el bien informado diario francés Le Monde.



En el teatro de operaciones la situación empeora inexorablemente cada día. Al fracaso de las negociaciones entre los ocupantes y las fuerzas insurgentes; a los ataques cada vez más osados de los grupos combatientes, y a la mayor unidad de los musulmanes iraquíes, chiítas y sunitas, se agrega ahora la amenaza por parte de las autoridades religiosas de atentados suicidas y de una insurrección generalizada en contra de las tropas de ocupación, si éstas atacan no sólo las ciudades santas de Faluya y de Nayaf, sino a cualquier ciudad iraquí.



Los dirigentes religiosos iraquíes hacen una lectura acertada de la realidad. El contexto político-militar, después de un año de ocupación está marcado por la pérdida de iniciativa y de control de las fuerzas de la Coalición. De ahí, el llamado a la ONU por parte de algunos sectores de la Casa Blanca para legitimar la ocupación con el envío de tropas. Además, como lo acaba de declarar Colin Powell, el gobierno designado que entrará en funciones, el 30 de junio próximo, deberá delegar una parte de su soberanía a la coallición militar, dirigida por Washington. En tales circunstancias, este gobierno carecerá de legitimidad y será tildado de fantoche por amplios sectores del mundo árabe.



La percepción que se instala en todo el mundo es la paradoja de un Imperio poderosísimo, en cuanto a su capacidad de destrucción, pero extremadamente débil cuando se trata de hacer frente a una guerra irregular («asimétrica» es el término de moda) con características de liberación nacional y de masas. Como si esto fuera poco, los aliados se retiran del teatro de operaciones. Después de España, Honduras y Guatemala es el turno de Polonia, cuyo presidente, Aleksander Kwasniewski, declaró «haber sido engañado» por la administración Bush, lo que le da razones para retirar progresivamente de Irak a sus 2.400 soldados.



Aliados árabes de peso como Egipto y Arabia Saudita cancelan reuniones con los dirigentes de Washington y denuncian las consecuencias incendiarias de la política estadounidense en Irak y en el Medio Oriente. Bush, al apoyar incondicionalmente al Primer Ministro Sharon de Israel, en su plan expansionista y de anexión de casi toda Cisjordania, ha transformado a la región en una zona «explosiva y caótica», afirma en su última edición el influyente semanario francés Le Nouvel Observateur.



Si a lo anterior se le añade que en los EEUU las cosas no van mejor para el gobierno del presidente-misionero, el panorama global es el de un coloso con los pies de barro. A los influyentes medios de información, escritos y televisivos, que construyen en gran medida la agenda política de Washington, no les ha quedado otra salida que comenzar a mostrar los ataúdes de las bajas en Irak y Afganistán. La cifra de 600 muertos ya es una masa crítica para cualquier sociedad, por muy patriótica que ésta sea, por lo que los expertos en comunicación del Pentágono (un eufemismo para referirse a los profesionales de la manipulación) decidieron aceptar que el fantasma de Vietnam rondará nuevamente por el territorio norteamericano.



Pero las cosas pueden ir peor aún cuando las municiones para disparar la crítica provienen de las entrañas mismas del aparato de poder de los EEUU, que hoy se encuentra entre las manos de un equipo de políticos neoconservadores-bíblicos, obstinados en cambiar contra viento y marea la faz del mundo.



El periodista Bob Woodward, del conservador Washington Post -el diario de mayor impacto en la elite política de la capital estadounidense-, en un libro que salió a la venta el pasado martes 20, en las librerías norteamericanas, narra las peripecias de los preparativos de la guerra y de la ocupación militar contra Irak y el régimen de Sadam Hussein.



Bob Woodward, el periodista estrella que junto a Carl Berstein hiciera estallar hace 30 años, con sus reportajes el escándalo de Watergate, que le costó a Richard Nixon el puesto, había escrito hace un par de años «La Guerra de Bush», un libro más bien elogioso para George W. Bush, lo que le permitió conservar un acceso privilegiado a los círculos de poder de la Casa Blanca



Extractos del libro publicados por el Washington Post, que lleva por título «Plan de Ataque», revelan ahora no sólo las maniobras de Bush para abrir en Irak un frente de guerra paralelo al de Afganistán -disminuyendo así las posibilidades de capturar a los líderes terroristas de Al Qaeda-, sino que también expone las relaciones de poder que entre bambalinas tejen los actores centrales que fabrican la política internacional de los EEUU y por ende, nos guste o no, el destino del mundo.



Woodward presenta con el simple relato de las reuniones sucesivas la poca preparación con la que Bush y su equipo se lanzaron a la segunda guerra de Irak y el estado de degradación de las relaciones entre los hombres del presidente.



Cuenta el autor que los preparativos comenzaron el 21 de noviembre de 2002, en el mayor secreto y que la planificación misma creó una situación irreversible. La dinámica fue alimentada por el Vicepresidente Richard Cheney, el más belicoso de los halcones, y por los otros, es decir, Donald Rumsfeld, Paul Wolfowitz y el subsecretario Douglas Feith, de quienes el Secretario de Estado, el diplomático Colin Powell, opuesto en un principio a una guerra unilateral contra Irak, sospechaba de constituir un «gobierno paralelo» y ser en la práctica «una oficina de la Gestapo».



Según el periodista, el Vicepresidente Richard Cheney y Colin Powell apenas se dirigían la palabra y según este último, Cheney, tenía una «fijación malsana» sobre Irak.



La investigación revela que el 11 de enero de 2003 Cheney informó al Embajador de Arabia Saudita de la decisión de atacar Irak, y que Powell, Subsecretario de Estado, sólo fue informado dos días más tarde, en una corta reunión con Bush donde éste le preguntó: «¿está conmigo en esta parada?», a lo que el ex militar y encargado de las relaciones exteriores le respondió «trataré de hacerlo lo mejor que pueda, pero sí Sr. Presidente, lo apoyaré».



Quien queda como chaleco de mono en el libro de Woodward es George Tenet, el director de la CIA, quien le aseguró a Bush que las pruebas que había acerca de la existencia de armas de destrucción masiva en Irak eran de «concreto armado» (también habría dicho ŤIt’s a slam dunk caseÅ¥, una canasta regalada en básquetbol, de esas que el jugador se cuelga del aro).



Como todos lo vimos más tarde, Powell se cuadró con Bush y se transformó en un ferviente partidario de la guerra, presentando las «pruebas» de Tenet y (agitando bolsitas, mostrando fotos satelitales y gráficos) tratando de engañar a la Asamblea de la ONU y a todo el mundo. Ante tamaña impostura e inepcia, algo huele a podrido en el Imperio de George W. Bush.





*Leopoldo LavÄ›n es profesor del Departamento de Filosofía del Collčge de Limoilou, en Québec, Canadá.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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