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Una reforma de salud entre el maximalismo y la insolidaridad


A lo largo del debate que ha acompañado la reforma de la salud he señalado en varios artículos que ésta, de todas las reformas, es una de las que concita los mayores conflictos, por los intereses económicos y corporativos puestos en juego. No olvidemos que en Estados Unidos, bajo la presidencia de Clinton y en uno de los mejores períodos de desempeño económico de ese país, fue imposible implementar una reforma de la salud que ha mantenido a 40 millones de norteamericanos fuera del sistema (a pesar de que se destina algo así como el 14% del PIB al gasto en salud) por la férrea oposición del sector privado atrincherado tras una parte del Congreso que, finalmente, no dio los votos requeridos.



En Latinoamérica contadas son las experiencias de procesos de reformas exitosos, como es el caso de Colombia en la segunda mitad de los noventa y de Brasil, durante el segundo mandato de Cardoso. Y, en ambas situaciones, las reformas en curso se promovieron para ampliar los accesos a la salud de una población excluida de ella. A diferencia de aquéllas, la chilena será, aún con las limitaciones que han sufrido las cinco iniciativas legales que componen el proyecto de reforma de la salud presentado por el gobierno de Lagos, la experiencia que abrirá un camino de reflexión y aprendizaje sobre qué hacer para garantizar, por una parte, el derecho al acceso (judicialización del derecho a la salud) y para abordar, por otra, la calidad de la salud provista (protocolos de prestaciones y plazos) a sociedades que cada vez demandan una salud más compleja y costosa.



Pero, así como podemos congratularnos por tener finalmente una reforma bastante inédita en la región, no es posible soslayar que tenemos una reforma trunca, fruto de la convergencia del maximalismo de ciertos sectores de la Concertación y de la insolidaridad de la derecha parlamentaria que ha privilegiado, una vez más, la concepción mercantil del acceso a la salud, en desconsideración de su concepción como bien público consagrado en la forma de derecho ciudadano.



Y que ello es así, lo revela el silencio de los parlamentarios ante el reciente traspié que enfrentó la última de las iniciativas legales con que culminaba el proceso legislativo de reforma de la salud, referido al financiamiento. En momentos en que toda la atención se ha focalizado en la decisión gubernamental de distribuir la «píldora del día después» a través del Ministerio de Salud, nada se dice de algo tanto o más trascendental para la salud de todos los chilenos y es que concluye un proceso de reforma en que el financiamiento solidario se ha venido abajo.



Las responsabilidades directas en tal fracaso son atribuibles a la derecha política cuyas bancadas han rechazado, junto con la fuente de recursos que hace posible el cumplimiento de los derechos de salud de toda la población, el principio solidario que debe acompañar la satisfacción de derechos ciudadanos universales. De eso deberán dar cuenta los partidos de la Alianza por Chile en los momentos en que la ciudadanía juzga los comportamientos políticos, en las elecciones. Pero esa responsabilidad que deberá asumir políticamente la derecha es compartida por algunos parlamentarios de la Concertación que, sobre la base de bloquear distintos aspectos de las iniciativas del proyecto de reforma de la salud, obligaron al gobierno a negociar buena parte de los articulados con la derecha que, como era de prever, cobró su peaje precisamente en la última iniciativa, la que más dolía a los intereses privados al constituirse un fondo de financiamiento solidario.



El maximalismo de un sector de la Concertación que, acogiendo la retórica de los gremios de la salud en su defensa de la salud pública, terminó muchas veces por confundirla con los intereses corporativos de los trabajadores paramédicos y de los médicos que se negaron a que los requerimientos de modernización del sector y la fijación de límites en los aranceles fueran parte de la necesaria contención de costos en una salud compleja y cada vez más costosa. No hay salud pública posible que deba atender a una población cada vez más longeva que demanda prestaciones cada vez más complejas y, por lo mismo, crecientemente costosas, si no se establecen mecanismos de contención de costos, cuestión que supone fijación de normas de desempeño y aranceles médicos, entre otras medidas. Canadá, el país con la salud pública de cobertura universal más extendida, así lo hace. No será el caso de Chile, en que el acuerdo del Colegio Médico y los parlamentarios inhibió la posibilidad de terminar con la libre elección en la atención de salud a la que en la práctica, por lo demás, sólo tienen derecho las personas de mayores ingresos.



Mientras, de una parte, ciertos parlamentarios concertacionistas y las bancadas de la derecha acuerdan con el gremio médico esta falsa libre elección para el usuario -pues es restrictiva a quienes pueden pagarla- al mismo tiempo se alinean con el Colegio Médico en sus críticas a las patologías incluidas en el Plan Auge, al que le exigen más inclusiones, cuestión que por cierto supone mayores recursos para su cumplimiento. Es decir, se aprueba un modelo de gestión más costoso y se exige que sea, por otra parte, más exhaustivo.



Y, por si fuera poco, finalmente se despoja al sistema de un mecanismo de financiamiento solidario en el que los más ricos aporten a los más pobres, los sanos a los enfermos, los jóvenes a los viejos y todos compartan los costos de la maternidad y la atención de los niños. Se sostiene, entonces, el mismo modelo de financiamiento vigente, con algunos recursos adicionales que pondrá el gobierno para la operación completa del sistema de salud, incluido el nuevo plan garantizado Auge. Lo cual demuestra, más allá de la conocida falta de voluntad de la derecha de asumir en la práctica la universalización de los derechos ciudadanos, su miopía, pues a la corta o a la larga, el debate del financiamiento volverá a ser puesto en la opinión pública, con costos políticos mucho mayores de los que está dispuesta a pagar en el plazo inmediato. Es decir, se le hace un guiño a la salud privada y a los sectores más ricos del país que, más temprano que tarde, deberán enfrentarse nuevamente a un debate que, seguramente, terminará por imponer el mecanismo de financiamiento que hoy ha sido derrotado.



Y ello, por razones que son evidentes. A los gastos crecientes y recurrentes de salud de una población cada vez más longeva y conciente de sus derechos ciudadanos, no se le puede enfrentar con ausencia de una fuente estable y progresiva de financiamiento independizada de las fluctuaciones económicas, de los vaivenes del crecimiento y de los desiguales niveles de ingresos de los trabajadores sujetos a incertidumbres laborales.



En suma, el fondo solidario de salud resurgirá como iniciativa más temprano que tarde, porque el derecho a la salud como bien público no puede ser resuelto con la lógica y los criterios de mercado.





*Clarisa Hardy es directora ejecutiva de la Fundación Chile 21.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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