Publicidad

Arturo Prat y la santidad patriótica


Hay dos santos chilenos reconocidos por la Iglesia Católica. Uno de ellos es más bien de derecha (Juana Fernández o Teresa de los Andes) y el otro es casi de izquierda (Alberto Hurtado). Así corresponde a un país dividido, ecuánime y binominal como el nuestro. Pero queda una tercera figura sagrada que rompe el empate. El tercer tercio de nuestra santidad es San Arturo Prat, cuya fiesta milagrosa de la derrota trocada en victoria ha sido aprovechada por los presidentes de Chile de todos los bandos para dar cuenta de su mandato.



El historiador norteamericano William Sater dice que Prat es el santo secular de nuestro país, y para probarlo escribió un sabroso volumen que debería ser lectura obligatoria para infieles y cristianos. Sater simplemente documenta lo que muchos chilenos siempre supimos. Después de todo, la amplia y despoblada cabeza del héroe es una perfecta invitación a la aureola. De niños memorizamos las palabras previas al martirio y escrutamos con ojos de plato las estampitas de los libros de historia, donde aparece Arturo dando su heroica voltereta en el vacío, de la que desciende grácil, casi alado, en la cubierta del Huáscar, enfrentando con un sable en la mano a los demoníacos fusileros enemigos.



San Prat tiene su propia hagiografía, la sagrada historia nacional de la Guerra del 79, aquel crisol donde el roto y el pije-juntos pero jamás revueltos- aprenden a llamarse compatriotas, mientras combaten, incendian, saquean, violan, escriben cartas de amor, añoran el dulce valle ventral, sueñan con el abrazo del padre y de los hermanos menores, con la cazuela de la madre y su olor a tomillo y a cocina.



El culto popular de Arturo Prat se abonó con el salitre de las disputas -y sus correspondientes crisis político-existenciales Å• la MacIver-que sacudieron a Chile a finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX. Hacia 1895, cuando algunos comenzaron a pensar en el Centenario que se avecinaba, la verdad es que se había desteñido en los corazones del pueblo el entusiasmo por la hazaña de Iquique. Entonces comenzó el proceso de reconstituir al capitán mártir y su gesta como exemplum. El Combate Naval de Iquique dejó de ser entonces un episodio singular de la guerra contra Perú y Bolivia y se convirtió en la victoria moral fundacional, la primera en la larga secuela de derrotas gloriosas de esta nación. El proceso culmina en 1915, cuando se declara el 21 de mayo como feriado nacional. La nueva efeméride tenía en Prat un héroe estupendo: ni roto ni oligarca, hombre de familia, sereno, solidario y quijotesco a la vez. «El resurgimiento de Prat se basa en la necesidad de un ejemplo moral», dice el gringo Sater, porque el viejo orden de la patria se estaba resquebrajando con el nuevo siglo y necesitaba refuerzos antisísmicos en sus cimientos.



El héroe-santo pedía una gesta digna de su condición: entonces se dijo que fue la mano divina la que movió la bruma del mar esa noche de mayo, para que el Huáscar, yendo de cacería al sur, se cruzara sin verse con la flota chilena que buscaba el Callao en la dirección contraria. A mediados del siglo recién pasado era tradicional escuchar los radioteatros en que se representaba el auto da fe del Combate Naval de Iquique, hazaña no apta para ser representada en la prosaica tele, porque requiere de una unción que hay que alcanzar con los ojos cerrados y la imaginación íntima desplegada a todo trapo.



No es difícil querer a Prat. Es un santo que se preocupa de la marinería, del perraje bajo cubierta que ceba los cañones para la carnicería y los espolonazos que ya vienen. Apenas identifica la silueta negra del blindado peruano, Prat intuye que su Esmeralda se convertirá en un caleuche y que él será el capitán de todos esos fantasmas. «¿Ha almorzado la gente?», pregunta. Un poco más tarde consuela a los que van a morir despedazados o ahogados con la arenga más triste de la historia. Todos a bordo saben que la realidad, a esas alturas, se ha transformado en un ritual maligno como esos humos al norte.



Es un mito potente, una historia construida y contada con habilidad, y por eso es que hasta hoy San Arturo sigue siendo materia de disputas. Algunos resaltan su condición de abogado, de «civil en uniforme», su medianía social, su afición por los libros, su distanciamiento con el alto mando naval que lo deja a cargo de una misión imposible al mando un barco inútil. Otros más conservadores realzan su religiosidad, su obediencia y su patriotismo. Desde Martínez Busch a Pedro Lemebel se pelean el escenario primigenio de la cubierta de la Esmeralda, esas tablas resbaladizas de sangre y de gloria.



Perdido en este fragor viril queda la versión de la viuda Carmela Carvajal sobre la muerte de su Arturo, expresado en su respuesta a la famosa carta de Miguel Grau, el «Caballero de los Mares». Carmela le agradece por escrito el gesto de devolverle los efectos personales de su marido, pero deja en claro que para ella esa muerte fue «un sacrificio tan estéril para su patria como desastroso para mi corazón».



Ojalá algún día dejemos de esforzarnos tanto por hallarle sentido a la violencia y la brutalidad, vistiéndola de martirio y de santidad patriótica. Ojalá que San Arturo oiga mi plegaria y que para el Tricentenario celebremos, en vez de estas sangrientas Glorias Navales, un siglo de modestas glorias civiles. La contienda es desigual, pero ánimo y valor. Amén.





*Roberto Castillo es escritor y profesor de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Haverford, EEUU.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias