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Inscripción automática y voto obligatorio


El anuncio presidencial en el Congreso, en el último mensaje del 21 de may,o de impulsar la inscripción automática para las elecciones, es un sano reconocimiento de que el derecho a elegir y ser elegidos en democracia no puede ser dejado a la decisión discrecional de cada quien.



Más allá de las explicaciones sobre las trabas que existen en la actualidad para que las personas acudan al registro electoral, así como de los engorrosos trámites que desestimulan aún más el escaso interés de los jóvenes por inscribirse, no son esos los argumento decisivos para plantear la necesidad de la inscripción automática.



Si nacemos iguales en derechos -como fundamenta nuestra constitución y se recoge por lo demás en la declaración universal de los derechos humanos- entonces la condición de ciudadanía está dada aún antes de ejercerla. Y ello se refiere a todos los derechos humanos: los políticos, cívicos, sociales y económicos. En este caso concreto, por el sólo hecho de ser nacidos en este país, de manera automática cada persona, de cualquier condición, debe tener la oportunidad de ejercer sus derechos políticos. La inscripción automática al cumplirse la mayoría de edad no es otra cosa que el reconocimiento de que se nace ciudadano con derechos políticos y que se ejerce a partir del momento en que, según conviene la sociedad, se supone existe el criterio suficiente para actuar como tal. De modo que, si bien es opinable y modificable cuál es el límite de edad que permite actuar electoralmente como ciudadano, no lo es la condición ciudadana que portaría cualquier persona por el solo hecho de serlo. Esta concepción es la que ha permitido eliminar las trabas que impedían ejercer los derechos electorales, en distintas épocas de nuestra historia, a los analfabetos (en rigor, a los más pobres) y a las mujeres.



Siguiendo el mismo razonamiento anterior, la condición de ciudadanía comporta complementariamente derechos y deberes: los derechos suponen un conjunto de responsabilidades que los hacen posible. Un derecho es exigible sólo de esa manera, en tanto cada cual asume compromisos con su vigencia. De modo que, tal como la inscripción automática garantiza la posibilidad de ejercer el derecho, sólo la obligatoriedad del voto podrá garantizar su cumplimiento, haciendo a cada ciudadano responsable de ejercerlo.



El debate debería centrarse en estos criterios y principios, no en el balance oportunista de qué conviene más, concientes todos que una modificación legal de esta envergadura genera incertidumbres por la imprevisible orientación electoral de los dos millones de ciudadanos, en edad de votar, que no han querido inscribirse en los registros electorales y que, con esta fórmula, podrán determinar decisivamente los resultados de las próximas elecciones presidencial y parlamentaria.



Y asumir este debate desde los valores y principios que fundamentan las sociedades de derecho, supone diferenciar con claridad el ejercicio de los derechos individuales o privados, de aquéllos que son de carácter colectivo o públicos. Porque mientras los primeros están fundados en legislaciones que ofrecen iguales oportunidades de ejercicio de tales derechos a cada uno de los ciudadanos, dejando librado su ejercicio a las decisiones individuales y privadas de las personas, los segundos suponen que se asume un compromiso colectivo de garantizar tal derecho sobre la base de ejercerlo como obligación de todos.



Y la democracia, cuestión que está en el fondo de este debate que se abre a propósito de la inscripción electoral y del ejercicio del voto, cae en el ámbito de los derechos políticos colectivos. Asumir con la serenidad que corresponde este debate ayudará, por lo demás, a fortalecer y profundizar a nuestra joven democracia.



*Clarisa Hardy es directora ejecutiva de la Fundación Chile 21.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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