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A la sombra de Nixon: el legado de watergate


Es el mes de Abril de 1994. Una persistente lluvia cae sobre una colina al sur de California, mientras un cortejo fúnebre avanza lenta y marcialmente. Un relámpago resuena magnificente congelando el paisaje como en una instantánea: «Ese es sin duda el Señor dando la bienvenida al Presidente a su mansión de innumerables habitaciones», dice uno de los presentes.



«Apuesto a que el viejo le ha devuelto el cumplido con una oferta que aún Él no podrá rehusar», responde su acompañante. La muerte de Nixon evoca paradojalmente la cita de Shakespeare sobre el mal que los hombres dejan tras de sí y el bien que es enterrado con sus huesos; él hubiese querido lo contrario: que sólo lo bueno sobreviviese y que todo lo malo fuera enterrado junto con sus restos.



Una década más tarde, los norteamericanos pagan tributo a la imaginería republicana escenificando una vez más la misma liturgia del poder. Es la sublimación en clave democrática de la sentencia «El rey ha muerto, que viva el rey». Esta vez, sin embargo, el orgullo ha florecido sin tapujos, el entusiasmo ha afectado hasta la rigurosidad del New York Times que, olvidando al viejo Richard Milhous, calificó el de Reagan como el primer funeral de estado en treinta años. Y es que el mal que Nixon engendró se ha convertido en el más duro legado que han debido enfrentar los seis últimos presidentes norteamericanos. La moraleja de Watergate es que la gracia de estado que parece acompañar al cargo de presidente no es un antídoto absoluto contra las arrogancias del poder.



El periodismo y el público norteamericano nunca serían los mismos después de Watergate. La historia, hay que decirlo, tiene todos los ingredientes necesarios para escribir una epopeya urbana moderna: una monstruosa conspiración en las sombras tapada por el poder cuasi sobrenatural de la maquinaria estatal, la acción valerosa de dos jóvenes reporteros que aún no alcanzaban la treintena (Carlo Bernstein y Bob Woodward), un misterioso informante cuya identidad aún es motivo de especulación (Deep Throat), y la visión de la directora y los editores del Post que supieron afrontar las inmensas presiones recibidas. Así se despuntó la hebra de una bien montada maquinaria de fraudes, extorsiones, intervenciones electorales y delitos a todo nivel que culminaría con la renuncia del Trigesimoséptimo Presidente de Estados Unidos, Richard Milhous Nixon, a manos de la prensa convertida así en un genuino cuarto poder del estado.



Igual como los arqueólogos experimentaron las maldiciones egipcias cual si fueran profecías autocumplidas, Reagan sintió que el fantasma de Watergate le tiraba de los pies cuando a la mitad de su segundo período, y luego de surfear en la cresta de la ola, se destapó el escándalo Irán-Contras. Como ahora bien se sabe, la administración Reagan, en abierta violación de la Arms Export Control Act, vendió armas a Irán durante el conflicto con Irak usando a los israelitas como intermediarios. Luego, el Teniente Coronel Oliver North desviaría los fondos obtenidos a la Contra nicaragüense para financiar su conflicto con el régimen sandinista. El vicepresidente Bush, pero sobretodo el Secretario de Estado George Shultz, director del tesoro en la era Nixon, creyeron ver los viejos fantasmas conjurados otra vez. Y tratándose de fantasmas, una sola conclusión emergió de su círculo más íntimo: solo fuerzas numinosas podrían salvar al Presidente. De allí la irritación de Donald Reagan, su jefe de gabinete, obligado por Nancy Reagan a calzar la agenda de su marido según las recomendaciones de su astróloga, Joan Quigley. Incluso en los peores días del escándalo, el Presidente decidía sus actuaciones de acuerdo al color predicho por la astróloga: en verde los días de buen augurio, en rojo los malos, en amarillo los dudosos.



Todavía en el poder, Nixon había hecho arreglos para descansar bajo el domo del Capitolio como ha sido la costumbre de los presidentes norteamericanos desde Abraham Lincoln, pero luego de caer en desgracia y temeroso del desaire de que le negaran ese honor, decidió que lo enterraran junto a Pat, su esposa, a la sombra de su casa natal en la pequeña comunidad de Yorba Linda, California. Al igual que él, Reagan no quiso ser sepultado en Washington, y aunque ello se debe a razones sustancialmente diferentes es muy probable que tengan un origen común: los fantasmas de Watergate siguen arrastrando sus cadenas por los pasillos de mármol eclipsando para siempre el descanso eterno de sus gobernantes. Pero si es cierto que el futuro está determinado en el mismo sentido en que lo está el pasado, los hados del destino parecen estar del lado de Reagan. Después de todo, las supersticiones han acompañado siempre a los hombres de poder y bien puede ser que, gracias a esa peculiar «asesoría», haya logrado lo que tantos otros anhelaron: ser recordado por sus logros y no por sus errores. Al revisar la prensa estos días, sobran los elogios y las críticas desentonan. Quizás Reagan alcance la gracia que a Nixon le fue negada: que solo lo bueno perviva y el mal se vaya con él a su tumba.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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