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Violencia social y marginación


Según una reciente encuesta, la mitad de los habitantes de Estados Unidos está dispuesto a sacrificar libertades públicas por seguridad. La información apareció en el diario La Segunda, y registra que la encuesta emprendida por la Fundación Williamsburg Colonial, institución educacional sin fines de lucro fundada por John Rockefeller, refleja muy bien el cambio operado en este país luego de los atentados del 11 de septiembre. De acuerdo con una encuesta de esta fundación, un 53% de los consultados señalan que la Oficina Federal de Investigación (FBI) debería tener más poderes de vigilancia y un 49% opina que la seguridad es prioritaria frente a ciertos derechos y libertades. Estas cifras evidencian que nuestras sociedades no logran avanzar hacia un estado de cosas en que sea posible articular adecuadamente convivencia democrática y seguridad ciudadana.



Una tendencia peligrosamente creciente en nuestras sociedades «en desarrollo», es el suponer que la seguridad ciudadana es sólo un problema que se relaciona con tomar los resguardos necesarios para protegerse. Así, estereotipar y sancionar socialmente resulta muy fácil: por una parte están los buenos habitantes honrados y tranquilos que desean vivir en paz, y por otro lado existen seres inhumanos llenos de violencia y maldad, permanente amenaza frente a la cual hay que oponerse y resguardarse. Esta suerte de escisión social, marca de un modo definitivo a los ciudadanos, no sólo desde el punto de vista de la ley, sino además en términos morales, territoriales y emocionales, creándose compartimentos, «zonas de seguridad» y «mapas de la extrema violencia».



La creciente pérdida de significado del proletariado, así como la desintegración de los mercados laborales, ha ido produciendo un progresivo quiebre de los nexos a grupos de referencia, generando modos sustitutivos de inserción, por medio de los cuales se busca reconocimiento y soporte grupal. Esto es especialmente crítico entre los jóvenes; ellos por características ligadas a sus necesidades psíquicas, van generando nudos anómicos y fuera del sistema que funcionan como articuladores sociales. Estos elementos, sumados a frustraciones educativas, ya sea por el fracaso escolar-académico, o bien por dificultades económicas que impiden la continuación de los estudios, generan una agresiva y frustrante carga frente a la sociedad.



Los marginados, debido al desempleo y por no tener acceso a la educación, o bien como resultado de los sucesivos y necesarios reacomodos de los fenómenos productivos y por las crisis cíclicas inherentes al sistema, sufrirán una especie de segregación de todo aquello que se ofrece como deseable, que está ofrecido al consumo y que se identifica con la felicidad, el poder y el placer. Sin un cuerpo social que contenga, integre, elabore y produzca, el resultado será la acción impulsiva que pretende saciar ilusoriamente la falta y la ausencia , creándose un modo de vida donde la destrucción de los lazos colectivos y solidarios dan paso a lo privado, lo particular y lo íntimo como única forma de protección y posibilidad de vida.



En estas condiciones, la lucha política no puede remitirse sólo a un modelo eficazmente tradicional, sino que debe incluir el desarrollo de nuevas formas de construcción grupal, de forma tal que recomponga el tejido social, aumentando los lazos cooperativos y creando formas de comunicación no alienadas, que posibiliten la recuperación de los marginados de nuestras sociedades hacia una experiencia colectiva de poder y participación.



Toda política que intente revertir este estado de cosas debe apuntar a distintos planos. En un nivel estructural se debe actuar generando las condiciones para un cambio que frene la reproducción de lo existente; en los ámbitos de la salud mental, desarrollando espacios de proceso y operativización de estas angustias, de tal manera que ellas no sean «actuadas» en la sociedad, sino que sean elaboradas organizadamente. La recuperación de «espacios internos», es decir, la capacidad de instaurar un habla, allí donde habita sólo la impulsividad y la descarga, promoverá condiciones para la creación de desarrollos del pensamiento, que hagan posible el salto de la alienación, a la conciencia de los determinantes que constituyen a un sujeto.



Sabemos que ningún discurso sociológico o político, podrá abordar aquello que corresponde a la falta instaurada en el sujeto y el cómo ello se verifica en la trama sufriente individual; como también sabemos que el psicoanálisis no puede cubrir toda la complejidad de las contradicciones sociales. La relación que los psicoanalistas debemos establecer con las distintas disciplinas está pendiente y es necesaria, especialmente el diálogo con el ámbito de lo político, el cual muchas veces o desconfía de la asunción de la conflictiva individual suponiéndola una distracción del verdadero conflicto, o bien la exacerba usándola como una coartada para resignar el conflicto social. Así entonces, el trabajo psicoanalítico debe convertirse en una experiencia comprometida con un saber y una verdad que haga posible la reapropiación de la palabra, para asumir con toda nuestra precariedad, la tarea al interior de un mundo y de una sociedad en la cual el devenir humano no nos sea neutral.





*Juan Flores R. es sicoanalista, presidente de la Sociedad Chilena de Psicoanálisis (Ichpa) y presidente de la Federación Latinoamericana de Asociaciones de Psicoterapia Psicoanalítica y Psicoanálisis (Flappsip).




  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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