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Sueldo mínimo: crónica de un reajuste anunciado


Como cada año, la publicitada discusión acerca del reajuste del sueldo mínimo deja en evidencia la débil posición de los trabajadores en Chile. Lo cual obedece no tan sólo a la crisis del movimiento sindical, o en su adscripción al modelo de mercado, a la abierta preferencia del gobierno por el empresariado. Sino que tiene su basamento en la propia economía moderna. En tal sentido, no es más que una decisión previamente tomada (en general todos conocen de antemano la cifra) que se pretende validar, haciéndola aparecer como fruto de una discusión.



Aunque la economía moderna, con su empeño de sacar visa de científica ha pretendido desarrollar un cuerpo conceptual formalmente técnico, en lo fundamental no ha ido más lejos de los principios para nada objetivos, empíricos ni neutrales que se dejaron establecidos en Gran Bretaña, en los siglos XVIII y XIX.



Por ejemplo, David Ricardo cuando establece como el problema económico acrecentar los beneficios de los capitalistas, propone las ventajas comparativas para bajar el precio de los productos agrícolas, para no subir los salarios (y en lo posible bajarlos) y así no perjudicar los ingresos de los capitalistas. De tal modo, lo óptimo sería que el precio de mercado del trabajo fuera lo más cercano a su precio «natural» o al que hoy llamamos «mínimo»: el «necesario para permitir a los trabajadores subsistir y perpetuar la raza, sin aumento ni disminución».



En la actualidad casi nadie se atrevería a sostener, al menos en público, que hay que mantener a los trabajadores en la pobreza para hacerlos industriosos. Casi nadie osaría sostener que los salarios sólo deben permitir que ellos no mueran de hambre. Mas, esa brutal realidad se ha escondido bajo un axioma que se hace pasar por técnico: la subida de los salarios baja la inversión. Aunque las ideas de Ricardo puedan ser vistas como un perdido punto de comienzo de un lejano pasado, aún se las sigue fielmente. Se mantiene a firme la inexorable condena que fijó por la eternidad el nivel de ingresos de los trabajadores y la protección de los beneficios del capital.



Desde un principio fue claro que el sistema de libremercado se desarrolló para estructurar el proceso económico, en beneficio de un grupo. Lo cual implicaba perjudicar al más débil, al punto de mantener sus salarios al nivel de la subsistencia (se dirá que ese «precio», como todos los otros, lo fija en realidad el mercado; y, que esa cruda situación se habría solucionado con la fijación de los precios por la demanda. Pero en la vida real eso es sólo poesía). Lo que desde el siglo XX ha contribuido a no dejar ver con claridad lo obvio. Es la pretensión científica de la economía moderna que valida como hecho científico una particular postura política en lo productivo-comercial.



La esencia del capitalismo de mercado autorregulado está en esa situación de eterna desigualdad de ingresos. Lo que posibilita su desarrollo es la necesaria existencia de un grupo obligado a vender su energía productiva para no morir de hambre: «Únicamente sobre el sector del trabajo libre resulta posible un cálculo racional del capital, es decir, cuando existiendo obreros que se ofrecen con libertad, en el aspecto formal, pero realmente acuciados por el látigo del hambre, los costos de los productos pueden calcularse inequívocamente de antemano». Aunque lo parezca, lo anterior no es una crítica de ningún radical. Sino una descripción fruto de los estudios del reconocido investigador de la economía Max Weber, puntal de la sociología y para nada socialista o anticapitalista.



Ricardo, como ejemplo del afán de la economía moderna, propuso un salario «natural» o mínimo para acrecentar lo más posible los beneficios de los capitalistas. Con el tiempo, la preocupación por la «cuestión social» estableció la necesidad de un salario mínimo para asegurar el derecho a la vida. Pero también se siguió proponiendo ese mínimo para seguir asegurando las entradas de los capitalistas y, es más, en función de tal meta, hasta rebajar los ya escuálidos salarios.



En virtud de que este último enfoque pareciera que seguirá dominando por los siglos de los siglos, al menos quisiera proponer una medida consecuente con él. Si hay economistas que estiman prudente bajar los sueldos de los trabajadores para generar empleo (sobre todo de los jóvenes), por qué no bajarles sus salarios para fomentar al menos la contratación de economistas (sobre todo de los jóvenes).





*Andrés Monares es antropólogo y profesor en la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas de la Universidad de Chile.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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