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Cultura y gastronomía: crítica de la crítica


Debo reconocer que la lectura de las críticas y notas gastronómicas de la prensa santiaguina me entretiene como cerdo. Ya saben, los cerdos contentos se revuelcan en el barro. Esto es porque la gastronomía es un tópico que está de moda y en la reciente ampliación -cuantitativa- y transformación -cualitativa- de las llamadas clases medias, se demanda mucha información técnica.



A mayor nivel de información técnica, más seguridad en la elección. A menor información técnica, más incertidumbre y refugio en factores periféricos o externos: el nombre, la marca, la moda. Para comer comida chatarra no es necesario saber usar cubierto, sólo basta con conocer el nombre del lugar en que se vende. La información técnica sobre gastronomía se proyecta hacia nuevos campos.



El área de la reconstrucción del espacio interior de la Confitería Torres se complementa con la reconstrucción de la carta de menestras, vinos y licores, para lo cual se ha recurridos a reputados críticos gastronómicos. Vaya uno a saber qué va resultar del consejo técnico, si se recurre a críticos que nunca se han emborrachado en el Torres, nunca comieron un sanguche de arrollado o pernil y que además son dispépticos, ulcerosos, hipertensos, controlan el colesterol o tiene anorexia. Esperamos que se haya realizado una prudente elección de los asesores técnico-profesionales de la comida y bebida.



La gastronomía en la prensa se presenta bajo múltiples modelos, no siempre ilustrativos y no siempre educativos.



Un primer modelo, que corresponde a un momento de crecimiento del volumen de masa consumidora, estuvo constituido por la crítica de cocineras, asociada a la lista de precios. Esta crítica siempre termina con un extracto de la carta y los valores de cada cosa «testeada». Una frase recurrente es «el costo estimado por pareja es de…», y en otras ocasiones, respondiendo al incremento del parque automotor, es seguida de «hay estacionamiento». Se finaliza con la infaltable referencia a los usos y costumbres dominantes: «se reciben todas las tarjetas». Es importante señalar la diferencia entre cocinera y chef. La cocinera, cocina, y bien. El chef, cocina, estandariza recetas y calcula costos. La crítica de cocinera tiene problemas con los restaurantes de comida étnica, en la medida que la relación cultura-comida le es ajena.



Un segundo modelo, es predominantemente descriptivo. Se describe la comida, el ambiente, el servicio, la decoración, el emplazamiento en la trama urbana. También se termina con una lista de precios, presencia o ausencia de estacionamiento, presencia o ausencia de «valet parking» y tarjetas de crédito recibidas. No pretende opinar como lo hace la crítica de cocinera. Sólo intenta una descripción que facilite la toma de decisiones, habitualmente, de fin de semana.



Un tercer modelo lo constituye la combinación humor-comer-viajar. Este modelo es más sofisticado. Cumple con la demanda de la «affluent society», de los sujetos en proceso de movilidad económica ascendente, que sienten que los que viajan son una forma acelerada de crecimiento y desarrollo personal: salir de la isla, salir del aislamiento, ver el mundo. El humor le da naturalidad a las afirmaciones, la naturalidad del cosmopolita que cada pequeño burgués ambiciona llegar a ser, desde su condición de recién llegado al mundo del consumo.



Puede tratarse de un relato en primera persona, de un joven ejecutivo vividor o de un viejito «cuico», cuyo discurso esta lleno de arcaísmos o de un viajero impenitente, que parece haberlo visto todo. Suele incluir referencias hipercultas, como mencionar las leyes de la dialéctica, un filosofo existencialista español, filósofos griegos y llama a lo habitual con palabras modernas: «tempura de callampas» reemplaza a las callampas fritas, que acompañan tan bien el merkén, la marraqueta y el vino tinto. En ocasiones, termina con la recomendación, directa o indirecta, de un retaurant, chileno o extranjero, y en otras con una receta, llena de imprecisiones en cuanto a temperatura, medidas y ciertas operaciones. Por ejemplo, «una cucharada copetona de azúcar». La conclusión final que lo descrito siempre será «simple y refinado», como la elección de uno que sabe.



Este modelo puedo llevar a recordar con nostalgia las corbatitas con mantequilla y perejil, «de la infancia» ( mera romanización de la vulgaridad y pobreza) o a «rechazar el surubí, que es un pez de río, de gran tamaño, carne blanca y que es preparado en los países ribereños del rió de la Plata y el río Paraná, de múltiples y complejas formas, que incluyen componentes exóticos, como el aceite de dendé. Este aceite se obtiene de la palma de Guinea, de un intenso sabor, que recuerda a las nueces y posee un color anaranjado que impregna el color dorado de la carne blanca del pescado. En Santiago, puede ser comprado en una tienda de artículos brasileños, en la calle Santo Domingo, al llegar a la punta de diamante con Merced, cerca del emporio La Rosa. En general, en este tipo de crítica se privilegia la comida de la metrópoli, inglesa, francesa y, también, por cierto, de la capital de la clase media nacional Miami.



Todos los modelos de crítica gastronómica incluyen juicios de valor absolutamente subjetivos: ¿el surubí es de sabor suave y delicado o es simplemente insípido? ¿la comida de avión es solamente mala o cualquier cosa se perdona porque la sirve una mujer linda? (claro, siempre que nos toquen azafatas bonitas, porque más de laguna vez me ha tocado viejas bigotudas, que prestan una impecable atención).



Comentando el texto anterior con una amiga ya no tan joven, me señalaba que venía llegando de República Dominicana y que la comida de Lan Chile le había resultado mala y escasa. Claro, esta evaluación la hacía desde su frustrado amor otoñal, puesto que su novio dominicano vive en la isla y ella debe resignarse a visitarlo cada semestre. Es obviamente una mujer rara, puesto que cualquier persona que se respete pololea con una o un dominicano nuevo en cada viaje. Además, venía de una isla rica en sabores y olores, en personalidad, en cultura española y africana, lo cual hace un enorme contraste con la comida apática, sin acento, plástica y sin sabor, de las líneas aéreas. Era el paso del aire húmedo, perfumado y caliente a una cabina climatizada. Me temo que al que le gusta la comida de avión, confunde las cosas, porque en realidad lo que le gusta es viajar.



Todo este cuento me trajo a la memoria la batería de frutos que los esclavos africanos han traído a América: el plátano o banana, musa paradisíaca, que se come frito, asado o hervido; la papaya o lechosa, le kimbonbó, de sabor dulzón y de forma de ají verde; el ñame, un tubérculo de carne blanca, que se come hervido o hecho puré; las semillas de mango salvaje, que se usan para espesar guisos; la guanábana, de la familia de la chirimoya, de pulpa jugosa, aromática y sabor levemente ácido.



En fin, sigamos comiendo para recordar y bebiendo para olvidar. La crítica gastronómica, la erudición, la comida industrializada de avión, los amores otoñales, los viajes intercontinentales, las venturas en Kenya y las marroquíes residentes en Madrid son sólo anécdotas.







*Patricio Saavedra es sicólogo y crítico gastronómico.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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