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Carta abierta a Sergio Bitar y Ricardo Lagos sobre la Universidad Pública


Compartirán quizá ustedes, como autoridades, la percepción de que el malestar, la humillación y la conflictividad periódica parecen haberse instalado en la Universidad de Chile. Tanto tiempo dura este proceso que muchos ven el deterioro como parte de esta institución.



Se ha consolidado la percepción fatalista de que nuestro país tiene necesariamente que renunciar a tener una Universidad Pública como la que tuvo muchos años y como la que tienen hoy todos los países desarrollados. Consideremos que en esos países el aporte fiscal a la Universidad Pública es contundente: un 80 por ciento del gasto universitario, en promedio; en cambio en Chile nos contentamos con un magro 18 % (fuente: OCDE, Education At Glance, 2003). Si ellos bordean el 1,2% del PIB, nosotros estamos en el 0.3%. Cifras miserables para una política universitaria miserable. La Universidad Pública decae, ustedes no se dan por aludidos, y los ciudadanos dejaron de interesarse.



El crédito fiscal es humillante



¿Qué nos ha ocurrido? Utilizando armas de trinchera obsoletas -tomas y otras variedades de autodestrucción institucional- nuestros estudiantes reclaman por los recursos para el Crédito Fiscal. Y en el fondo tienen razón. El Crédito Fiscal no resuelve la inequidad: si un joven modesto logra llegar a la universidad, su familia debe mantenerlo durante años, y al salir se encontrará con que debe conseguir trabajo, carece de relaciones sociales, y además tiene que pagar una deuda. La inequidad se ha chuteado para más adelante. Tal como está, el sistema es humillante, propio de la dictadura que lo parió: nacer pobre es nacer deudor.



Pero, más allá de estas consideraciones, el punto está en que la Universidad Pública no tiene como función primordial acoger específicamente a los más pobres. Su naturaleza, su historia y proyección -aunque pasan evidentemente por el tema de la equidad- van mucho más allá y por eso es que limitar el tema al Crédito Fiscal es un error. Lo que estamos debatiendo es: ¿necesitamos, como los países desarrollados, una Universidad Pública fuerte para generar, dignificar y transmitir el conocimiento?



Quizá recuerden ustedes la expresión «Universidad Pública». Esas dos palabras juntas no aparecen ya en la boca de ningún funcionario de Gobierno, ni en el sitio web del Mineduc. Se habla, sí, por ejemplo, de «educación superior», una idea anglosajona que, aterrizada en Chile, sirve para englobar a todo lo que puede uno aprender después del colegio. Otro de los conceptos en uso es el de «universidades tradicionales». El Consejo de Rectores, que las alberga, es una institución confusa. ¿Qué corte conceptual significa lo tradicional en las políticas públicas del estado? Tradicionales son en Chile -por ejemplo- los Carabineros, el Parlamento, la familia Larraín, los Bomberos, el arribismo, el esmog, la gripe, y la mermelada de damasco.



Deslizamiento y dinero



El deslizamiento conceptual permite en este caso, por ejemplo y hablando en plata, dar parecido trato fiscal a la Universidad Católica que a la Universidad de Chile, lo cual no es correcto. La Universidad Católica es una gran institución, es respetable, genera conocimiento… pero no es pública.



En su Misión, se afirma que «La Pontificia Universidad Católica de Chile es una comunidad que cultiva y comparte con la sociedad un saber iluminado por la fe, para ponerlo al servicio de las personas y contribuir a la evangelización de la cultura». ¿Cómo se explica el poner en un sólo paquete a la Universidad Pública -esencialmente pluralista, laica, sin ideología oficial y al servicio del país- con una universidad cuya acción se define como iluminada por la fe y dedicada a la evangelización? Se trata de categorías distintas.



Para demostración práctica, algunos detalles: al Rector de la Universidad Católica lo elige el Papa; para ser académico allí es preciso no estar divorciado, etc. En fin, tiene la Universidad Católica (como lo podrían tener la Universidad Islámica o la Universidad Evangélica) el derecho a orientar sus normas como le parezca; pero ello la obliga a declararse de modo nítido como privada.



Eficacia de la Universidad Pública



Recordarán ustedes que, desde el siglo XIII, la institución universitaria europea se definió como pública, abierta, más cercana al poder estatal que al del Papa. Los chilenos tuvimos, en la Colonia, a la modesta Universidad de San Felipe, y en la República aquello se convirtió, con don Andrés Bello a la cabeza, en la gloriosa Universidad de Chile. Ya a fines del siglo XIX nuestra universidad era una de las mejores de Iberoamérica.



Universidad de Chile y Universidad Pública fueron, así, durante mucho tiempo la misma cosa -hasta su desmantelamiento durante la dictadura. Tanto en Europa como en nuestra tierra, la Universidad Pública ha sido un indispensable motor de desarrollo intelectual y científico; y también, el colchón pluriclasista sobre el cual se ha asentado la integración ciudadana. No es casualidad que muchos de nuestros Presidentes de la República hayan sido alumnos de la Universidad de Chile.



El pecado de Brunner



Pero en Chile, en algún oscuro momento que puede haber sido durante la dictadura, o durante la transición, o a partir de los documentos del profesor Brunner (formado en la Universidad Católica), o quizás después de la infortunada irrupción del ultraizquierdismo de los años sesenta, parece haberse dicho adiós para siempre a la Universidad Pública. No sabemos cuándo se adoptó tan extraña decisión, una decisión que no ha tomado ningún país desarrollado. Ä„Los chilenos somos los únicos que estamos dedicados a desguazar la universidad pública! Y ustedes, dos personalidades relevantes, formados en la Universidad de Chile, están haciendo de ejecutores! Ä„Vaya par de ex-alumnos!



Las universidades privadas, entretanto, gozan de todas las facilidades para expandirse: no sufren con las trabas fiscales, pero disfrutan del dinero público; salen al mercado con desenvoltura, funcionan como empresas, se benefician de diversas leyes culturales… Cualquier grupo económico que se precie tiene hoy su banco, su salmonera, su viña y también su universidad propia. Las hay, por cierto, de gran calidad, que hacen aportes sustanciales al desarrollo del país. Pero las universidades privadas, con todos los méritos que puedan tener, pertenecen a un mundo distinto que el de la Universidad Pública. Son un poco como los guardias privados en relación a Carabineros de Chile, o como los bancos privados en relación al Banco Central.



El profesor Brunner y su equipo pensaban, quizá -Ä„oh, esas cabezas abstractas!- en que la suma de las universidades privadas daría cuenta del abanico de ideas que hay en el país. No es así: de cada diez universidades privadas, ocho son de derecha, y muchas están gobernadas por antiguos funcionarios pinochetistas; otras han sido adquiridas por entidades internacionales. En universidades así el alumno es definido como un cliente, casi siempre pasivo, y el profesor no pasa de ser un recurso humano muy secundario, también pasivo. Los decanos tienden a ser gerentes que entran y salen a golpes de lo que opina el directorio o el dueño. Hay algunas de estas universidades que alquilan los servicios de algún gran poeta o intelectual por dos o tres millones al mes, para que vaya a los eventos y sonría ante las cámaras…



Entretanto, la Universidad de Chile se debate entre la misión que le ha sido asignada y unos instrumentos legales que obstaculizan el cumplimiento de esa misión. Cuando busca recursos, se le dice que vaya al mercado. Si necesita manejar esos recursos tiene que pasar por dos contralorías y un infierno fiscal.



La Universidad de Chile navega hoy flotando sobre algún pedazo de hielo polar, esperando el calentamiento atmosférico que termine por hundirla. Todo se opone a su funcionamiento. El país le ha dado la espalda, ustedes como autoridades se olvidaron de ella y la institución ha ido cayendo en prácticas corporativistas, en comportamientos mediocres y en diversas formas de doble lenguaje.



Irresponsabilidad triple



Con todo, la Universidad de Chile sigue a la cabeza del país y está entre las 500 mejores del mundo. Castigada y ya sin ánimo, asoma en su sustancia esa naturaleza compleja, patrimonial, equitativa, ciudadana y pluralista que ningún otro tipo de institución podrá llegar jamás a tener. Y está dispuesta a retomar el rol nacional que le corresponde: ser el espacio republicano donde el conocimiento se conserve y se multiplique sin sufrir presiones arbitrarias. Para ello debe salir de la pasividad, autodisciplinarse, ponerse al día los sistemas de gestión que utiliza -hoy obsoletos-, abandonar el comportamiento quejumbroso y desordenado que tan poco le ha reportado en los últimos años, e incorporarse decididamente y desde la identidad local a los procesos abiertos por la globalización. Es decir, sincerar sus relaciones con el mercado y con el Estado. Con el mercado, estableciendo tratos en pos de un mutuo beneficio. Con el Estado, reabriendo lo que nunca debió cerrarse: una política nacional de Universidades Públicas. Llevar adelante tal sinceramiento implica superar la irresponsabilidad simétrica que mantiene paralizada a la institución. Irresponsabilidad de unos gobiernos que se declaran progresistas pero que consideran que la Universidad Pública es «un problema». Irresponsabilidad de un estudiantado que se ha acostumbrado a incumplir los reglamentos sin sufrir sanción alguna. Irresponsabilidad de un cuerpo académico que dejar hacer y se deja estar sin asumir a fondo sus responsabilidades.



Un fondo estatal concursable para la universidad pública



Para llevar adelante una política de Estado seria y sostenible en estos asuntos, es preciso pensar en conjunto en un Fondo Estatal para la Universidad Pública. Un fondo potente, al cual puedan recurrir, en términos concursables y equitativos, las instituciones, los académicos y estudiantes que necesitan recursos en áreas propias de la Universidad Pública: reforma de la gestión, generación de conocimiento, equidad, pluralismo, transversalidad, perfeccionamiento docente, infraestructura, conectividad.



Este Fondo servirá, por un lado, para recuperar la Universidad Pública; por otro, para garantizar su eficiencia. Su implantación implica sugerir a la señora Armanet que abandone el callejón sin salida en que ha metido a la Universidad Pública. No nos podemos contentar con una cultura tecnocrática de fragmentos abstractos y con una sociedad de negocios que, de no ser regulada, sólo traerá condiciones abusivas, pensamiento único, pobreza cultural, improvisación disciplinaria, deslizamientos privatizadores, todo ello bajo la apariencia de un dudoso pluralismo de mercado. Ä„Al mercado lo que es del mercado, y al Estado lo que es del Estado! Nadie gana con la confusión.



Hacer lo correcto



Ustedes y su Gobierno se han atrevido con el transporte, con los caminos o con la salud. No se logra entender, en cambio, el desprecio con que tratan a la gloriosa y hoy castigada Universidad de Chile, la casa donde ustedes se formaron. Institución que, pese a todas las zozobras vividas, se ha mantenido siempre fiel al país y a los valores de la vida académica: equidad, complejidad, respeto por el patrimonio, compromiso ciudadano, visión integral de la persona humana, trabajo de equipo, solidaridad, pluralismo y libertad de cátedra.





* Juan Guillermo Tejeda Marshall es profesor asociado de la Universidad de Chile.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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