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La lucha contra la delincuencia empieza por casa


La inseguridad es el gran problema de esta época y ella se condensa en el temor que la ciudadanía experimenta frente a la delincuencia. En la percepción del delito como amenaza se concentran los miedos cotidianos de la población: la ocurrencia imprevista de un hecho frente al cual no se tiene control, cuyo desarrollo es responsabilidad externa a uno, del que se ignora su desenlace y en el que se confrontan fuerzas desproporcionadamente desequilibradas. El acto delictivo es la puesta en escena de la indefensión humana, allí donde la vida y la integridad física muestran su máxima fragilidad y vulnerabilidad.



Por ello, todos los esfuerzos por darle racionalidad al debate sobre la delincuencia, basada en los datos de la realidad, en estadísticas objetivables, en análisis comparativos, chocan con la apreciación subjetiva que la ciudadanía tiene de tal realidad. Es posible hipotetizar que en sociedades que tienen dispositivos para minimizar los riesgos e indefensiones generales de la población, los miedos frente al delito son menores y las percepciones que la población tiene sobre su comisión debe acercarse mucho más a los datos objetivos de la realidad delictual que en aquellos países en que, al contrario, todos los aspectos de la vida constituyen riesgos frente a los cuales hay pocas protecciones, como es el caso chileno en que los datos de comisión de delito y la percepción ciudadana sobre éstos tienen una importante brecha.



En otras palabras y a modo de ejemplo, es posible que en sociedades con mayores sistemas de protección social frente al desempleo y ante la enfermedad la exposición al delito sea vista como menos dramática que en sociedades en que el trabajo, no sólo es incierto, sino que nada protege frente a su pérdida y en que la enfermedad puede ser devastadora, tanto para quien la sufre, como para la familia que depende de las capacidades de quien enferma. Desprotegidos y atemorizados frente al riesgo de no ser aceptados en un trabajo o de perderlo imprevistamente, así como de contraer alguna severa enfermedad, ¿qué razón habría para estar tranquilos frente a los riesgos de sufrir robo, asalto y agresión?



Si bien, se advierten diferencias de apreciaciones ciudadanas frente a los riesgos, así como diversos grados de miedo frente a dichos riesgos entre sociedades que cuentan con sistemas sociales de seguridad y aquéllas que carecen o disponen de débiles mecanismos de protección social, hay algo en común en casi todas las sociedades, tal es, la escasa inclusión de la problemática de la violencia privada como parte de la contabilidad y percepción de delito, no obstante que todos los estudios indican que su práctica legitima la violencia y constituye, no sólo un delito en sí mismo, sino un antecedente para el ejercicio de la violencia pública y, por lo tanto, suele ser la antesala de otros delitos.



Violación y abuso sexual de menores en sus hogares, castigos corporales y humillaciones a los hijos, abuso físico y sicológico de mujeres en las relaciones de pareja son prácticas recurrentes de violencia intrafamiliar que, por lo general, no son reportados como delito y cuya comisión no forma parte de las estadísticas de criminalidad, cuestión que explica la inexistencia o escasa percepción ciudadana de estos hechos como parte de actos delictivos.



Ante la proximidad de las elecciones municipales se repone en la agenda pública y con máxima prioridad la temática de la delincuencia o de la inseguridad ciudadana, temas que con alta probabilidad también serán parte de la agenda en las futuras elecciones presidencial y parlamentarias. Pero, como van las cosas, la mirada será sesgada y parcial, porque es más fácil captar la adhesión del electorado despertando los miedos ante aquellos delitos que ponen la violencia afuera y en otros, que referidos a la violencia que está potencialmente en cada quien, la que se practica dentro de los muros de una casa, en cada familia en cuyo interior se agrede a un hijo y se violenta a un cónyuge.



Si de rigor estadístico se tratara, las cifras nos dirían que hoy en día es más peligroso lo que ocurre al interior de las casas que transitar de día o de noche, con o sin iluminación, por las calles de nuestras ciudades. Hay más niños golpeados por su madre o su padre, abusados sexualmente por algún pariente que vive con él o lo visita, que menores víctimas de similar situación fuera de sus domicilios. Como hay más mujeres golpeadas y abusadas dentro de sus hogares que víctimas de algún delito en las calles.



La aceptación tácita o explícita del abuso de poder del más grande sobre el más chico, del más fuerte sobre el más débil, de un sexo sobre otro -todos ellos presentes en las relaciones intrafamiliares- es culpable de que se ejerza el abuso de poder fuera de las redes familiares y forma parte del proceso de socialización que acompaña las vidas de millares de niños y niñas agredidos que serán, mañana, los adultos agresores de una sociedad que, de manera fácilista y probablemente estéril, esconde sus miserias privadas en un discurso público que premia las medidas punitivas por sobre la necesaria multiplicidad de soluciones ante tan compleja realidad.





*Clarisa Hardy es directora ejecutva de la Fundación Chile 21.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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