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Sacando las cuentas de Pinochet


Hace un un tiempo me hice la promesa de no escribir nunca más sobre Pinochet. Acababa de publicar una columna en la revista El Sábado, de El Mercurio, titulada «El alucinante teatro de la historia», en la que comentaba el sobreseimiento del juicio criollo contra el perla. Quedé conforme con el texto mismo, en parte porque me daba el lujo de denostar a Pinocho en las páginas del Perjurio, pero la satisfacción inicial no duró mucho y me dejó un resabio amargo en la boca.



Sentí que al dedicarle esfuerzo a escribir sobre el viejo, lo que estaba sucediendo en realidad era que él me estaba robando algo, no sé bien qué, algo difícil de nombrar, pero palpable y hasta físico. La promesa de no dedicarle un golpe de tecla más expresaba algo así como un deseo de liberación final. Me iba a hacer un exorcismo privado para borrarlo de mis horarios, de mi conciencia y de mis escritos, darle con la ley del hielo, desaparecerlo.



Reafirmé esa decisión al leer un montoncito de cartas que tiempo más tarde me mostró Ximena Torres Cautivo, por entonces directora de El Sábado. Eran reacciones de lectores enfurecidos de ver que, al amparo de El Mercurio, se le había dado curso a una columna que trataba con insolencia a un prócer de la patria. Ximena me explicó lo que yo sospechaba: que El Sábado era visto dentro de «la familia» mercurial como la oveja negra o colorada. Si le daban licencia magazinesca para desviarse de la línea, no lo hacían por cariño, sino porque cada viernes la revista multiplicaba con creces las ventas del diario. Esas cartas destilaban un sentimiento ciego y tóxico que me produjo escalofríos, a pesar de que un par de ellas estaban escritas con cierta elegancia y sin mayores faltas de ortografía. En su conjunto, eran el equivalente epistolar de las muecas de paroxismo que los defensores de Pinochet desplegaban en las calles mientras él estuvo preso en Londres.



A pesar de esto, no me demoré mucho tiempo en romper la promesa. Excusas no me faltan, porque Pinochet es como un vicio que llevo enquistado en los pulmones, desde que lo vi de anteojos oscuros, ladrándonos desde la pantalla de un televisor en blanco y negro. A partir de ese día, el viejocu -como le dicen con cariño mis amigos- ha sido parte de mi fisionomía interior y de la de dos o tres generaciones de chilenos.



Mi otra excusa es que soy supersticioso en el fútbol y en la política. Por superstición, el año pasado, cuando se acercaba la conmemoración de los 30 años del golpe, me dio con que Pinochet se iba a morir justo para el 11 de septiembre. El perla iba a dar con su muerte un golpe de gracia político y así iba a ocupar el centro de la atención. No tuve más remedio que reincidir con una columna en El Mostrador, que titulé «Dios le dé vida y salud», para librarme de la imagen insana que me agobiaba, el espectáculo televisado en cadena nacional de su ataúd gris con la gorra de general de 5 estrellas encima, como la aleta de un tiburón abriéndose paso por las grandes alamedas.



Mi raciocinio fue: «si digo que la selección chilena gana, fijo que pierde; si digo que Pinochet se muere para el 11, vive». Y vivió, aunque la imagen enaltecida de Allende que surgió en homenajes alrededor del mundo seguro que lo hizo morir un poco. Cada clavel rojo para el Chicho fue un mini-accidente vascular en alguna parte de su memoria. Debe haber sufrido todo ese mes de septiembre, porque la puesta en escena de la locura nunca cierra todas las rendijas de la conciencia.



Así como la realidad se filtra por su máscara, también se revela lo que se esconde detrás del disfraz. Hace unas semanas, para la noche de San Juan, Pinochet se acordó -cuenta su hija Lucía- de un amigo suyo que estaba de santo, un librero que solía venderle material para sus famosos 15 minutos de lectura antes de dormirse. Don Juanito había estado enfermo y Pinochet quiso hacerle una visita, saludarlo para su santo y aprovechar de comprar libros de historia. Y así lo hizo, rodeado de su escolta, esa caterva de matones armados y financiados con plata de todos los chilenos. El amable lector se habrá dado cuenta de lo bien que calza esto con el síndrome de la amnesia y la desorientación que caracteriza a un hombre tan jodido como él, un desvalido abuelito que se ahoga en las lagunas de su memoria.



Lo que pasa es que el comediante tiene una falla tragicómica: la arrogancia socarrona que lo hace creerse invulnerable y que lo lleva a salirse de libreto. Haciendo de demócrata, se choreó la estrella de O’Higgins al entregarle la banda presidencial a Aylwin. Haciendo de Ironsides, se levantó de su silla de ruedas cuando volvió de Londres. Haciendo de amnésico, confesó que le gustaba ir de vacaciones a Iquique, porque le recordaba su juventud. Dio una entrevista a un canal de televisión de Miami para hablar sobre su legado y fue a comprar libros de historia de Chile la noche de San Juan.



Ya que rompí una vez más la promesa aquélla, insisto en lo que decía en la columna de El Sábado: Pinochet es una seguidilla de representaciones, un ser que no es nada sin su closet de disfraces. El último, el de anciano sordomudo que no se acuerda de dónde podrá haber salido tanta plata, lo hace parecer un esperpento digno de Valle Inclán, un homúnculo que se contempla en el espejo deformante de su propia banalidad y se da cuenta de que de su boca no salen sino mentiras o chascarros.



En ese momento, cuando se mira al espejo cóncavo, se le viene a la mente el parlamento que dijo el 13 de septiembre de 1975, cuando Las Últimas Noticias se dedicaba a cubrir la farándula de esa época: «Este es un gobierno honorable. Por eso es que el pueblo chileno nos apoya. Y cuando yo tenga que irme llegaré hasta la notaría y retiraré mi sobre con mis haberes, nada más. Incluso, a lo mejor me voy con menos de lo que tenía cuando asumí este cargo».



Lo dice un simulador que cree que la palabra es bala de fogueo, salvo decorativo, ruido que no tiene mayores consecuencias. Un tipo cuyo sentido instrumental del honor lo llevará a ocultar su identidad en las millonarias cuentas de banco que guarda en el extranjero.



La trama de la obra acaba de dar un giro (es un decir) inesperado. Sigo rogando que Pinocho pase agosto y que pase septiembre, y muchos meses más, hasta que la justicia se haga tan inexorable para él como la muerte. Por mi parte, no escribiré una palabra más sobre el abuelito jubilado. Palabra. Ahora sí que renunca más.





*Roberto Castillo S. es escritor.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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