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Editorial: Verdad, razón y confianza en Chile y su vecindario


La última entrega del Latinobarómetro de la empresa MORI, correspondiente a agosto de 2004, y que abarca dieciocho países del hemisferio, trae un conjunto de afirmaciones muy fuertes acerca de la cultura política de la región. Gobierno, economía, la actitud de la población frente a la democracia, los partidos políticos, y las mujeres; y los grados de confianza interpersonal y en las instituciones son parte de una radiografía que debiera motivar una profunda reflexión.



Los datos, recogidos entre mayo y junio de este año, son comparados además con otros que viene recogiendo la misma medición desde 1996, y proyectan el perfil de una región con fuertes raíces autoritarias, una insatisfacción latente acerca de la capacidad de la democracia de resolver problemas y una profunda desconfianza frente a todo. Particularmente en la política, la que es percibida como una representación de intereses egoístas. La mala distribución del ingreso aparece como la mayor fuente de discriminación social, y una parte significativa de la población no está conforme con los resultados de la economía de mercado.



Chile se muestra relativamente satisfecho con su economía de mercado, que presenta el índice más alto de aprobación en la región (36%), y confía en la empresa privada como motor de su desarrollo (72%). En todo caso, llama la atención que el apoyo al sistema democrático de gobierno, en toda una década, se ha mantenido apenas por sobre el 50% (entre un 54% y un 57 %; que sólo el 64% de su población en ninguna circunstancia apoyaría un gobierno militar, y que el 45% prefiere el orden a la libertad.



En cuanto a la insuficiente adhesión a la democracia, quizás una explicación se encuentre en que en Chile aún los ciudadanos no valen lo mismo: pesa demasiado el apellido, el color de la piel, el origen social, el barrio en que se nació y el colegio en que la persona se educó. Todos elementos que, mucho más allá del mérito y las capacidades, pueden condenar o enrrielar un proyecto de vida.



En lo referente al factor confianza, Chile, al igual que el resto de América Latina, presenta bajas confianzas en las instituciones, sobre todo en los partidos políticos, el Congreso, el Gobierno (exceptuando a la figura del Presidente de la República) y el Poder Judicial, los que nunca suben de 30% en promedio durante la misma década.



La confianza institucional, como bien se ha señalado en otras ocasiones, depende directamente de la confianza interpersonal. Y ésta, en nuestro país, es de muy baja calidad y se da preferentemente al interior de redes y círculos cerrados. No corresponde a vínculos ciudadanos abiertos. La consecuencia directa es que nadie le cree al otro, sobre todo si está fuera de su círculo, o cuando su "verdad" lo afecta.



Como señala Nietzche en "Más Allá del Bien y del Mal", la sociedad chilena pareciera moverse en el problema teológico entre instinto y razón, decidiendo que "en la apreciación del valor de las cosas, el instinto merece más autoridad que la racionalidadÂ…" (y, por lo tanto) "hay que seguir a los instintos, pero hay que persuadir a la razón para que acuda luego en su ayuda con buenos argumentos".



Esta tendencia de la sociedad chilena resulta paradojal, pues siguiendo la información que proporciona el Latinobarómetro, se constata que Chile es la sociedad latinoamericana donde a muy pocos (apenas una ligera proporción por encima del 20% de los encuestados) se les ocurriría sobornar a un policía o a un juez para obtener un provecho. Es decir, se reconoce a sí misma como una sociedad de baja corrupción en este ámbito, aun cuando exista disconformidad con sus desempeños.



Una explicación posible es que existe conciencia que, tanto el Poder Judicial como el oportuno auxilio de la policía, son los recursos fundamentales con que cuenta la sociedad para solucionar sus problemas mayores y llegar al establecimiento de la verdad, de una verdad compartida. A menos que la verdad esté demasiado herida por nuestra historia y, para reconstruirla, haya que someterla al exorcismo de la transparencia. Pero ello no será posible si, como en la sentencia de Nietzche, los argumentos apenas son buenas razones para apoyar el instinto.




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