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El aporte de los artistas

Mi trabajo como cantante lírica -al igual que el de los demás cantantes, músicos y artistas- no está catalogado, en los hechos, como de primera necesidad. En realidad, ni siquiera de necesidad, y, por tanto, es considerado si no una pérdida de tiempo, sí un lujo reservado sólo para algunos.


La velocidad de nuestro tiempo privilegia ciertas cosas que nos causan más daño que bienestar, aunque a primera vista no lo parezca. Hemos convertido la vida en un cálculo constante, sin espacio para nada que no sea mensurable e inmediato. Esta línea de reflexión no es nada nueva: ya en el año 1889 el Premio Nobel Hermann Hesse escribía: «En nuestro tiempo una gran parte del pueblo vive en estado de insensibilidad y apatía. Los espíritus delicados sienten dolorosamente el impacto de nuestra forma de vida y se inhiben frente a la actualidad, os falta la fe- clama la iglesia-, os falta el arte- clama Avenarius».



A propósito de esto, hace algún tiempo, en uno de esos días es que estaba siendo devorada por una de mis crisis existenciales, un amigo me dijo algo que me hizo pensar mucho acerca del rol y del aporte del artista en la sociedad, especialmente en esta sociedad vertiginosa, inmediatista y pragmática.



Mi trabajo como cantante lírica -al igual que el de los demás cantantes, músicos y artistas- no está catalogado, en los hechos, como de primera necesidad. En realidad, ni siquiera de necesidad, y, por tanto, es considerado si no una pérdida de tiempo, sí un lujo reservado sólo para algunos.



En medio de la vorágine de sinapsis que mis neuronas acometían, sin éxito alguno, debido a mis elucubraciones que no me llevaban más allá de una crisis de pánico (perturbación de la que incluso varios de mis órganos estaban acusando recibo), se me ocurrió verbalizar lo que estaba pasando por mi mente.



Es ahí cuando llegaron oportunamente las palabras mágicas de mi amigo, que me llevó a pensar en la antigua Grecia, cuna de la civilización en la que vivimos y que es el cordón que nos une a los seres del otro lado del globo, y tener presente cómo ellos privilegiaban la creatividad intelectual, las artes, en todas sus manifestaciones, porque es la única manera de conectar con lo superior, el espíritu, lo que permanece. Y que gracias a las artes, precisamente, fueron capaces de generar una cultura y una civilización humanista centrada por igual en la ética y la estética.



En ese momento asumí con mayor convicción que quienes cultivamos el arte y lo hacemos el centro de nuestra vida, somos capaces de permitirle a otros y a nosotros mismos un espacio para soñar, para buscar y disfrutar de la belleza, el placer estético. También estamos haciendo posible la trascendencia mediante una relación con el espíritu, y con ello se ayuda a construir una sociedad mejor, más equilibrada. Esa constatación es, sin duda alguna, una razón de peso para que mis procesos mentales y físicos reestablezcan su ritmo, y tenga la justificación que todos necesitamos -especialmente los artistas- para seguir adelante.



Es que los humanos somos una especie rara: hacemos lo posible por modificar las leyes naturales, somos depredadores por deporte y tenemos un afán desmedido por la pertenencia, que nos lleva a acumular cosas materiales y seres vivos(congéneres o no). Y con ello no somos felices. Frente a esta realidad que se debe modificar, los artistas tenemos mucho que aportar, porque hacemos presente a los demás que existe una dimensión superior del placer, que no se agota en lo material, sino que nos produce una felicidad trascendente y más satisfactoria.



Por eso ahora, en cuanto me sienta inútil y fuera de los cánones, recordaré el Olimpo, con sus dioses y semidioses, y esos mortales que pensaban que se podía ser feliz escuchando el sonido del viento cuando mece los árboles.



*María Luz Martínez es soprano





  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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