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Palacio Pereira y patrimonio moderno: lecciones de fin de siglo

Monumentos Nacionales no reconoce la arquitectura moderna como abiertamente patrimonial. Algo grave si consideramos que en Chile tenemos más de un centenar de inmuebles de reconocida calidad arquitectónica construidos entre los años 30 y 70 -estudiados permanentemente en universidades nacionales y extranjeras- y que no están ni reconocidos ni menos protegidos, por la sola razón de ser considerados «modernos» y «más nuevos».


Con respecto a la polémica ocasionada por el triste deterioro del Palacio Pereira, es conveniente reflexionar en torno al tema del patrimonio. De alguna manera, cada siglo se presenta como hijo del anterior. Así, para el siglo XX podríamos afirmar que la Revolución Industrial del siglo XIX fue determinante en el acelerado e imparable desarrollo urbano, con sus crecientes implicancias culturales que nos determinan nuestro modo de vivir hasta la actualidad.



La noción de progreso orientó definitivamente el curso de todos los ámbitos humanos. Ni siquiera el arte, con su toma de distancia y construcción de una conciencia crítica quedó fuera: basta detenerse en las vanguardias de principios del XX para iluminar esta idea.



Por lo pronto, a inicios del siglo XXI la sociedad chilena discute a partir de leyes, en cierta forma inoperantes y por lo tanto muertas, el destino de lo que entendemos por patrimonio, una polémica tantas veces abierta por la demolición de algún inmueble de interés, como el caso del Palacio Pereira que hoy nos ocupa.



Esta batalla por declarar como monumento nacional un inmueble termina, por lo general con el incendio intencionado de éste y la correspondiente pérdida. De alguna manera, esta situación se ha sostenido, básicamente con las construcciones arquitectónicas del siglo XIX, las que, en ciudades como Santiago y Valparaíso, han debido sufrir la espera de su caída y posterior construcción de un negocio inmobiliario de alta rentabilidad.



Sin embargo, lo más preocupante está por venir: Monumentos Nacionales no reconoce la arquitectura moderna como abiertamente patrimonial. Algo grave si consideramos que en Chile tenemos más de un centenar de inmuebles de reconocida calidad arquitectónica construidos entre los años 30 y 70 -estudiados permanentemente en universidades nacionales y extranjeras- y que no están ni reconocidos ni menos protegidos, por la sola razón de ser considerados «modernos» y «más nuevos».



En este sentido, son bastante cuestionables los mecanismos con los que estas comisiones determinan qué es patrimonio y qué no lo es. Por lo pronto, edificios como la COPELEC en Chillán, obra de los arquitectos Borchers, Suárez y Bermejo de los años sesenta, única por su aporte a la teoría de la arquitectura moderna, podría llegar a desaparecer de una noche para otra en una demolición programada (debido a su pequeña magnitud).



Afortunadamente, ciertos círculos han reconocido el valor patrimonial de estas obras y han creado iniciativas de conservación para las generaciones futuras, al menos con relación a todo el material de proyecto. Así, hay centros que se han encargado de proteger, para la conservación y el estudio la producción de destacados arquitectos del siglo XX, labor que no sólo permite guardar un recuerdo, sino que hacer vigente principios investigados por otros en la construcción de nuestra sociedad.



Sin duda, parece evidente la necesidad de incorporar a las universidades en un proceso más activo y protagónico por definir el patrimonio que se nos viene. La sociedad del siglo XXI claramente tendrá el desafío de determinar y resguardar el patrimonio del XX, que ya no sólo parecen ser obras destacadas de arquitectos destacados: también se amplía hacia todos los paisajes significativos que terminan por sucumbir al paso del progreso.



Será cada vez más común tomarnos una foto turística en territorios en los cuales, de seguro, la modernidad terminará por contaminar el entorno, haciéndolo de ella, creyendo ser dueña absoluta de un lugar. Hoy en nuestro país, lamentablemente, podemos mostrar varias montañas y playas en donde esto ya ocurre.



El caso del Palacio Pereira parece ser uno más en la lista de las obras que sucumben a la memoria y también parece ser una de las últimas advertencias por construir nuevas bases que redefinan nuestros criterios actuales, más propios del siglo XIX, para determinar lo que entendemos por patrimonio e incorporemos el siglo XX con toda su modernidad a esta dimensión.



Si no, ni nos daremos cuenta cómo muy pronto se estará discutiendo la caída y enajenación de valiosos edificios modernos. Es clave terminar señalando que el Estado tiene en esto un rol fundamental. No por nada fue él quien impulsó durante diferentes períodos la incorporación de valores modernos a la sociedad, utilizando políticas que permitieran renovar la ciudad. Es por eso que ahora le corresponde tomar conciencia sobre el patrimonio que se tiene, constituyendo una política real de protección y reconocimiento.



*Marcelo Sarovic Urzúa. Coordinador Programa Patrimonio de la Facultad de Arquitectura, Diseño y Estudios Urbanos de la UC


  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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