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Delincuencia: entre la mano dura y el temor al rechazo


En el último tiempo se ha generado una importante discusión en el país, respecto de la delincuencia y, específicamente, de los mecanismos para poder contenerla. En ese contexto, entonces, algunos han sostenido que es necesario endurecer el sistema de justicia criminal (tanto en el aspecto procesal como penal), incorporando ciertas experiencias del extranjero, específicamente aquellas que se asimilan a la idea de «mano dura», como la tolerancia cero, la ventana rota (broken window), la tercera es la vencida y la ley y el orden.



Otros, en todo caso los menos, han sostenido que no se requiere de mano dura para controlar el delito, sino que sofisticar el aparato de persecución (en particular asociado a la actividad de las policías y del Ministerio Público). Yo no pretendo continuar este debate, que por lo demás me parece hasta cierto punto baladí, sino que, por el contrario, dar una visión distinta al fenómeno del delito, orientándolo a partir de sus causas y consecuencias.



Creo, sin embargo, que la opción de endurecer la legislación frente al delito, incorporando experiencias como la tolerancia cero, la tercera es la vencida y, en general, todas las que se asocian a la idea de la ley y el orden, son, en realidad, una pésima opción, pues son ineficaces e improductivas, además de extremadamente caras. Tales políticas, como de hecho se ha demostrado en la experiencia de Estados Unidos, son demasiado severas, desperdician dinero y vidas, pero además, producen resultados altamente injustos.



De hecho, Estados Unidos, que presenta estas experiencias como exitosas, ha aumentado su tasa de encarcelamiento de siete a doce veces más que lo que lo han hecho la mayoría de los países de occidente. Si a esto se le agrega, como de hecho ocurre, que la tasa de encarcelamiento está compuesta mayoritariamente por población negra y latina, el resultado no es para nada alentador. Las estadísticas son impresionantes: más de 1 de cada 8 negros de 25 a 29 años estuvo en prisión en 2001, y cerca de un tercio de la población joven de origen negra está en prisión, suspensión condicional u otra medida de sujeción al sistema criminal.



La idea, entonces, es signar algunos lineamientos para reconfigurar esta tendencia que se ha venido imponiendo en nuestro país y ofrecer una respuesta más efectiva, pero menos costosa para el sistema de justicia criminal; que haga menos daño a los condenados, a sus familias, a su entorno social y, también, a la sociedad. Para eso hay que preguntarse, primero, qué es lo que nos ha llevado a este nivel, donde pensamos que la tolerancia cero, que la tercera es la vencida y que la mano dura son la solución al problema de la delincuencia. Varias son las respuestas, pero me quiero referir a dos que, a mi juicio, son las más relevantes.



En primer lugar, el «temor publico» que se produce o se exacerba, cada vez que hay un hecho horroroso, que es relevado mediáticamente y que produce consternación. El problema, como es obvio, es que estos hechos (por cierto no frecuentes) generan una sobrereaccionada decisión legislativa, sin la calma y el estudio que estos asuntos requieren. De hecho, buena parte de las leyes que han terminado en un aumento de penas, o en cambios de tipos penales, punición de conductas, etc., se han producido por este tipo de casos.



En segundo lugar, siguiendo el argumento de Tonry, es posible sostener que buena parte del tema de seguridad ciudadana se basa en aquello que los sociólogos han llamado «sensibilidad». La «sensibilidad» es entendida, en este contexto, como la forma en que en la sociedad se perciben ciertas materias, ciertos valores sociales, creencias, etc. Lo interesante de esto, en todo caso, es que al igual que las creencias y los valores sociales, la percepción que la gente tiene sobre la delincuencia determina, en buena medida, la respuesta que el sistema da en materia de criminalidad. Uno podría decir, a mi juicio incorrectamente, que las políticas públicas -entre ellas el aumento de la represividad, tolerancia cero y otras- no son más que el reconocimiento de lo político sobre lo público. Ese argumento, a mi juicio bastante básico, esconde algunas falacias que quiero demostrar.



En primer lugar, si bien es cierto que las sensibilidades pueden tener algún efecto en la adopción de políticas publicas, el sistema político debería tener la capacidad de autocompromiso, pues, como enseña Ulises, nada ciega más la razón que el canto de las sirenas. De hecho, buena parte de las cuestiones que hoy día no aceptamos como parte de la política pública (v.gr. la pena de muerte, la pena de azote, la tortura y la esclavitud) son cuestiones que en la sensibilidad de otras épocas eran aceptadas y toleradas.



Lo anterior no significa, por cierto, que a partir de la sensibilidad social no se puedan elaborar políticas públicas. De hecho, algunas experiencias legislativas se han generado a partir de «sensibilidades» ciudadanas que impulsaron modificaciones legales. La Reforma Procesal Penal, creo yo, es un buen ejemplo de esto. Antes de la reforma había una fuerte «sensibilidad» en orden a que el sistema de enjuiciamiento criminal, el modelo inquisitivo, era ineficiente para la persecución del delito y, además, afectaba innecesariamente las garantías de quienes eran perseguidos penalmente. Sin embargo, sostener que una política pública puede generarse a partir de la «sensibilidad» social, significa, únicamente, que puede nacer a partir de ella, pero que ella no es condición suficiente para legitimarla.



Algo más debe haber, entonces, entre la «sensibilidad» social frente a un tema y la legitimidad de la política pública. Se requiere, además, que esa política pública tenga razones que, a partir de los derechos humanos y la información empírica, pueda legitimarse como una decisión racional. Esa decisión exige, en el fondo, que sea capaz de pasar por un escrutinio de razonabilidad fuerte que la justifique. Lo contrario pareciera razonar sobre un basamiento absolutamente epidérmico, guiado por las encuestas de opinión, que, como sabemos, prescinden de la necesidad de justificar razonablemente las políticas publicas amparadas en la «sensibilidad social». Al menos, como diría Baratta, es necesario hacer uso de la «conciencia histórica» y recordarnos lo que sucedió cuando fuimos abandonando la razonabilidad y debilitando el Estado de Derecho. Nuestra historia, por cierto, extremadamente reciente, nos enseñó, de manera brutal, el valor que tiene la democracia y el respeto a los derechos humanos. Esos debiesen ser, también, parámetros a los que el legislador debería echar mano antes de decidir una política publica en materia penal.



Es necesario, entonces, antes de decidir una modificación penal, analizar la «sensibilidad» social frente al tema, la información empírica disponible sobre el problema, contrastarla con los derechos fundamentales (consagrados en la Constitución y en los tratados internacionales) y, por último, matizarla con nuestra «conciencia histórica».



Lamentablente, tengo la impresión que en nuestro sistema político nada de esto está pasando. Por el contrario, nuestro sistema pareciera impedir que los legisladores se comporten racionalmente y, en cambio, los insta a dejarse arrastrar por el canto de las sirenas hacia un final nada alentador. Hoy en día las encuestas de opinión, la sensibilidad social, parecieran ser el sustento suficiente para que nuestros legisladores adopten cualquier tipo de decisión político criminal, con el fin, casi exclusivo, de aumentar la adhesión popular y de no caer en el estigma de parecer como «mano blanda» frente al delito.



No nos olvidemos que, en definitiva, estos «impulsos» punitivos que a veces suelen seducir a nuestros legisladores para aparecer frente a los medios de comunicación -y frente a sus electores- como guardianes de la seguridad ciudadana y de «duros» en la lucha contra a criminalidad terminan, casi siempre, en normas que aumentan la cantidad de población que tenemos en las cárceles (con el consecuente problema de sobrepoblación penal) y la selectividad penal (con lo cual siguen siendo, en términos generales, los jóvenes de escaso nivel social los que van a parar tras las rejas) sin resolver definitivamente el conflicto social.



De hecho, los delitos siguen y, seguramente, seguirán ocurriendo.
Sostener, a mi juicio, que los delitos ocurren porque los delincuentes son malos o porque los delitos tienen penas bajas es, desde el dato óntico, no entender el sistema de justicia criminal. Lo cierto es que en nuestro país las penas son particularmente duras (sobre todo en delitos contra la propiedad y tráfico de drogas) y, además, la mayoría de quienes pueblan nuestras cárceles son jóvenes marginales. La información empírica a este respecto demuestra, brutalmente, que los delincuentes que llenan nuestras cárceles no son los más «malos», sino que son los únicos que son seleccionados por el aparato de persecución penal.



Creo, por lo mismo, que las causas del delito son, principalmente, la desventaja social, la falta de oportunidad y la desigualdad social. Si eso es así, entonces, parece insensato que la solución al delito tenga algo que ver con la mano dura y la tolerancia cero, sino que más bien con mejorar las cuestiones que originan el delito. Incluso, si a través del castigo (con el aumento de los delitos y las penas) se pudiera reducir el problema de la delincuencia, esto seria a un costo social muy alto. Costo que, desde el punto de vista humano, puede significar un profundo problema de inestabilidad entre los grupos más vulnerables.



Alguien podría sostener, a modo de replica, que todo el mundo tiene libertad para actuar y que quien delinque, obviamente, opta libremente por cometer ese delito y se expone al castigo. Para esta argumentación, entonces, cuestiones como las condiciones de vulnerabilidad del delincuente y la dureza de la pena son más bien irrelevantes, porque la sanción sería impuesta únicamente porque siendo libre para decidir, la persona opta por cometer un delito. Cualquiera, por ejemplo una persona de condición social más marginal, puede libremente cometer un delito -entre otras cosas porque tiene otras opciones- y si decide hacerlo entonces se le debe castigar por infligir la norma y desvalorizar la confianza que el sistema debe estar en condiciones de comunicar a la ciudadanía.



Ese argumento es, desde mi perspectiva, impresentable en nuestra realidad social. Si bien es cierto que todas las personas son libres, hay quienes son más libres que otras, que sus opciones son más tentadoras que las de otros, o que al menos son cuantitativamente mayores. De hecho, la libertad, como lo sostiene Bauman, es condicionada. En efecto, la libertad de elección no garantiza la libertad de actuar con eficacia según la decisión; y menos aun asegura la libertad necesaria para alcanzar los resultados deseados. Para poder actuar libremente se necesita, además de libre albedrío, recursos. Pues bien, en nuestra realidad social, marcada fuertemente por la desigualdad social, los jóvenes tienen opciones completamente distintas. Así, para un joven de condiciones sociales más limitadas las posibilidades de surgir son más bien escasas, entre otras cosas, por la falta o la calidad de la educación, por la capacidad económica de la familia que sirva como sustento de sus necesidades, o bien porque la comisión de delitos puede ser una vía posible (en términos de esfuerzo v/s posibilidades) de mejorar su condición económica y subir en la escala social.



No nos engañemos, los jóvenes de condiciones más privilegiadas viven tomando opciones de manera libre (la libertad, siguiendo a Bauman, en estos casos también estaría limitada por el conjunto de externalidades propias del conjunto donde se desenvuelven). Sin embargo, para ellos, tomar opciones delictuales es menos atractivo porque tienen otras opciones viables y posibles para mantener o mejorar su condición social. No quiere decir esto, por cierto, que es imposible que una persona de escasos recursos pueda superarse y, a través del esfuerzo, mejorar sus condición social. Pero nadie discutiría seriamente, creo yo, que estos casos son excepcionales, que requieren de un esfuerzo mucho mayor que el que se le exige al resto de la gente y que, además, suele estar supeditado a ciertas cuestiones externas que escapan a la libertad de quien quiere superarse dejando el destino entregado al azar. Machuca, creo yo, nos mostró magistralmente algo de esto.



Siguiendo a Zaffaroni, en lo que él entiende por culpabilidad por vulnerabilidad, una sociedad justa debería tomar estas diferencias al momento de tomar decisiones sobre el castigo y el poder penal. Y eso, definitivamente, no es lo que están haciendo nuestros legisladores.



Lamentablemente, soy escéptico a que algo así pueda ocurrir. Estamos en un trance histórico de nuestra política en que necesitamos políticos valientes que critiquen las políticas que simplemente se basan en una mano dura y que son incapaces de ofrecer alternativas al castigo. Necesitamos de políticos que, al igual que Ulises, puedan ser capaces de atarse al mástil para no dejarse influir por el sonido mágico de las sirenas (o de las encuestas) y tengan la capacidad de mirar con proyección el futuro aun cuando ahora alguien pueda decir que están siendo blandos con el delito. No puede ser, en última instancia, que las encuestas se transformen en el people meter y que los políticos (o sus ideas) sean los programas de televisión.



Por eso, porque soy escéptico a esto, es que planteo la idea de que en Chile se avance en un sentido de autocompromiso por parte de poder legislativo frente al poder punitivo. Deberíamos, por ejemplo, legislar a fin de que las materias penales tengan un quórum calificado más alto que las leyes comunes, para que la obsesión a la utilización del poder punitivo como medio para alcanzar los minutos de televisión de paso a propuestas más creativas y que, en definitiva, ataquen las causas de la delincuencia. De lo contrario, y como difícilmente tendremos políticos que estén dispuestos a proponer cambios legislativos que modifiquen la política criminal, que racionalicen las penas, busquen medias alternativas a la cárcel, que propongan modificaciones de fondo que superen las desigualdades profundas de nuestro sistema -con la consecuente falta de oportunidad de los grupos más vulnerables-, seguiremos metiendo gente a la cárcel, por más tiempo del necesario. Continuaremos, en definitiva, desperdiciando más vidas humanas. Seguiremos, por último, viendo como cada día mas Machucas se pierden en nuestra sociedad.



Ignacio Castillo Val es
Académico de la Facultad de Derecho
Universidad Diego Portales
ignacio.castillo@udp.cl


  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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