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Editorial: 5 de octubre, cierre del gobierno de Lagos y plan Transantiago


El sorpresivo cambio de gabinete, en las puertas del aniversario decimosexto del triunfo del No en el plebiscito del 5 de octubre de 1988, no sólo descolocó a los actores políticos de todas las tiendas, sino que adelantó la carrera presidencial e inició el cierre del gobierno del Presidente Lagos. De ahora en adelante, y por todo lo que resta hasta las elecciones de diciembre del 2005, los argumentos en la política nacional girarán en torno a la eficiencia y cumplimiento de promesas por parte del gobierno, el que será sacado constantemente al pizarrón por parte de la ciudadanía, para que explique sus políticas frente a los múltiples problemas que enfrenta el país.

Parece lógico pensar que, dada la posición incómoda en que quedó la oposición luego del cambio, y el amplio apoyo que exhibe el presidente de la República entre la ciudadanía, su tono será más rudo y frontal en contra del oficialismo.



Ello, no obstante ser natural en una democracia , más aún en época de elecciones, entraña el peligro de la crítica populista que sitúa el debate acerca de los problemas en una opción ciega de apoyo o rechazo, eliminando la posibilidad de que la opinión pública pueda adherir de manera crítica a los aspectos positivos de la gestión gubernamental, y criticar aquellos que no le gustan. Ello encapsula también a los partidarios del gobierno, los que tienen menos oportunidades de desarrollar juicios críticos y por lo tanto de introducir correcciones en sus visiones acerca del país.



Este es un tema no menor porque, pese a los positivos índices de crecimiento y desarrollo que puede mostrar el país desde el retorno a la democracia, persisten también tendencias negativas que se afirman como rémoras estructurales de la democracia., entre las cuales la más importante es la desigual distribución del ingreso.



Esta situación lleva a que cuestiones tan importantes como la distribución de aquellos bienes públicos fundamentales para la vida en comunidad, como podría ser la seguridad pública, el acceso a la información, la calidad ambiental o la conectividad, empiezan a estar limitados por razones de poder económico o social.



Por ello resulta tan importante analizar con detenimiento las deficiencias crecientes que presenta el Plan Transantiago. Resultaría paradójico que el año 2006 Santiago debutara como una de las ciudades más segregadas del mundo, y no como la capital de clase mundial como dice el actual Intendente de Santiago, Marcelo Trivelli. Llena de autopistas que sólo pueden usar los que tienen automóviles y dinero porque carecen de franjas de circulación en su interior para el uso del ciudadano común y corriente. Y sin un transporte público que compense la expropiación de vías y la discriminación, porque las autoridades responsables de hacerlo han sido incapaces de generar soluciones coherentes.



A excepción del Metro de Santiago, que es una empresa con dinámica propia, a estas alturas resulta evidente el fracaso del plan, sobre todo por deficiencias de gestión técnica y financiera. Transantiago carece de una administración financiera capaz de enfrentar la complejidad de un negocio como el transporte urbano, sobre todo porque no tiene un modelo de negocios que articule los diferentes servicios. Además, el viejo anhelo de la empresarización del transporte -que daría las dimensiones de escala para la modernización tecnológica- ha ido cediendo paso a una especie de resignación, y el bus tipo del nuevo sistema puede terminar en una versión apenas remozada de los amarillo vehículos actuales.



El dilema mayor puede llegar a ser la distribución de velocidad entre la ciudadanía. Luego de la masiva intervención con obras viales concesionadas todo el mundo espera menos congestión y llegar más rápido al trabajo, tener mayor confort en los viajes, etcétera. El discurso de las empresas -y también de las autoridades- ha sido que un poquito de molestia por culpa de las obras será recompensado en el futuro con la mayor expedición y seguridad de los viajes. Sería prudente entregar una información un poco más transparente y agregar "si se tiene vehículo propio y dinero para usar la autopistas". A excepción de Américo Vespucio, que tiene en su interior un metro en parte de su trazado, las autopistas concesionadas son para autos y no para gente. Quien no tiene automóvil no puede circular en ellas, aunque tenga dinero, pues no circulan buses. Estos funcionarán en las llamadas calles de servicio o caleteras, donde debido a la incompetencia del Transantiago, nadie sabe cómo operarán.



El problema con Transantiago no es de financiamiento, a diferencia de lo que ocurre generalmente con este tipo de proyectos. Aquí hay fondos suficientes, provenientes de un crédito de cien millones de dólares del Banco Mundial, que maneja el Ministerio de Hacienda, destinados a los aspectos técnicos; y unos trece millones de dólares que maneja directamente Transantiago, provenientes de una donación de siete millones de la Global Enviromental Foundation (GEF) del Banco Mundial, más una asignación de seis millones de dólares para estudios. Su problema es de orden técnico y de conducción política, la que no se ve por ninguna parte.



No resulta comprensible que el gobierno, iniciado su proceso de cierre gubernamental, no haya adoptado una decisión más clara y mantenga el status quo. Sobre todo si se toma en consideración que luego de los escándalos que determinaron la salida del subsecretario Patricio Tombolini, el Ministerio de Transporte no ha tenido otra responsabilidad más significativa y con mayor impacto ciudadano que ésta, que compromete, además, directamente la palabra del Presidente de la República.

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