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Editorial: Reformas constitucionales y duración del mandato presidencial


Una Constitución Política no es buena ni mala en sí misma, sino que lo es en relación a la capacidad que tienen sus normas para regular de manera consensuada los hechos políticos y sociales del país, y resolver los problemas del gobierno y el desarrollo en un plano de estabilidad institucional y paz social. Por lo mismo, ella no puede ser sólo el resultado de un ejercicio matemático acerca de las relaciones de poder entre grupos políticos, ni un vínculo instrumental para aquellos que aspiran a los más altos cargos de gobierno.



Las grandes constituciones, en todas las épocas, no son aquellas disciplinadoras de la sociedad, sino aquellas capaces de captar el alma cultural de la sociedad, y expresar, de manera flexible, tanto los acuerdos como la diversidad, en un ambiente de libertad y armonía que permita que el gobierno sea ejercido efectivamente por la mayoría.



Después de quince años de terminada la dictadura militar, el país todavía espera por un consenso político que aleje su institucionalidad del autoritarismo y la ubique en una perspectiva democrática y moderna. Sin embargo, el funcionamiento de las instituciones impropias de una democracia se ha rutinizado, y no ha existido voluntad suficiente para terminar incluso con el rol »tutelar» de las Fuerzas Armadas, presente en instituciones como el Consejo de Seguridad Nacional, la inamovilidad de los Comandantes en Jefe, o la designación de miembros del Parlamento.



El actual proceso de reformas, que terminaría definitivamente con algunas de estas situaciones, tiene, todavía, la falla fundamental de no modificar el sistema electoral binominal. Éste, junto a un complejo mecanismo de quórum calificados para una enorme cantidad de materias, produce de facto un empate político que favorece a la minoría electoral pues basta obtener un tercio del electorado para alcanzar el cincuenta por ciento de los cargos parlamentarios.



Dicha situación obliga a que el gobierno en ejercicio deba extremar los acuerdos con la oposición o el uso de sus facultades administrativas para facilitar las decisiones propias de su condición de tal. Ello implica, en definitiva, que la atmósfera de normalidad y libertad democrática dependa en gran medida del talante con que el poder es ejercido. De la voluntad de acuerdo o de autocontención administrativa que exhibe el gobierno.



Es bastante evidente que un gobierno de carácter más autoritario o proclive al uso de la coerción como herramienta política, podría hacer cambiar, y mucho, el clima de paz que se respira actualmente en el país, sin necesidad de que existan diferencias encarnizadas entre los oponentes políticos. O que una identificación exacerbada con intereses privados, podría dejar al país inerme ante los grupos de poder.



Pero el efecto más perverso del actual sistema electoral, que podría permanecer intacto pese a eventuales reformas, se ha producido en la elite política del país. Junto con carecer de incentivos democráticos para las minorías, las que no tienen ninguna posibilidad de obtener representación parlamentaria ni ser opción a futuro, nuestro sistema político ha dado a luz a una clase dirigente que asume las instituciones y la gobernabilidad del país como un asunto de interés privado. Ello ha quedado meridianamente claro en la discusión acerca del período presidencial.



No parece razonable que el país esté cambiando a cada instante la duración del mandato presidencial, sobre todo por la centralidad que la Presidencia de la República tiene en nuestro sistema, y por la necesidad de que este cargo sea ejercido con ecuanimidad y certeza. Cuando se hizo la discusión parlamentaria para cambiar los largos ocho años ideados como un traje a la medida por los asesores de Pinochet, la proposición más razonable era cuatro años con reelección inmediata por un período. Con ello se lograba una sincronía entre elección presidencial y elecciones parlamentarias, y se permitía que la ciudadanía, en un tiempo razonable, premiara una buena gestión o determinara un cambio de conducción gubernamental. La decisión de rebajarlo a seis años sin reelección inmediata fue ahistórica, y no tomó en cuenta ninguna consideración ni técnica ni política, excepto que se consideró un plazo adecuado, que no era ni corto ni largo, y tenía precedentes en el país.



Hoy día sería impresentable volverlo a cambiar, ahora a cuatro años, a menos que se apruebe la reelección inmediata por un período. De lo contrario el país pasaría en elecciones de manera permanente, y ante esa disyuntiva es mejor dejar el período tal como está. Si se aprobaran los cuatro años sin reelección, se instalaría la sospecha de un acto egoísta destinado a satisfacer la ambición de posibles candidatos a la Presidencia de la República, que hacen un cálculo mezquino sobre quién presidirá las fiestas del Segundo Centenario de nuestra vida como República independiente.

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