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Kerry versus Bush, más allá de las encuestas

Para muchos la opción será difícil entre Kerry, «el robot con cara larga» y Bush «el arrinconado-atarantado», como lo expresó de manera humorística, la sarcástica Maureen Dowd, una estrella del periodismo estadounidense.



No es una exageración decir que la elección presidencial del 2 de noviembre próximo en los Estados Unidos, apasiona y preocupa a los ciudadanos del mundo entero. Y con razón, puesto que se trata nada menos que del cambio de equipo en el timón del Imperio. Encuestas realizadas por cotidianos de América del Norte, Europa y Asia han plebiscitado a los contendedores. Sólo en dos naciones ganaría Bush; en Rusia e Israel. The Guardian, el periódico británico antiguerra, considera que «para millones de personas en todo el mundo esta elección tendrá más impacto en sus vidas que el que puedan tener los comicios en sus propios países».



El espectro de la reelección de Bush recorre el planeta provocando escalofríos. La prensa norteamericana ha publicado en estos días reveladoras entrevistas que recogen declaraciones de ex allegados y asesores de Bush que lo presentan como un fanático religioso con una visión del mundo completamente desconectada de la realidad. El mesianismo no es una retórica suya para convencer a los fundamentalistas evangélicos que lo reelijan. Los porfiados y complejos hechos no cuentan para el candidato republicano; lo único que importa son sus «intuiciones» y la misión salvadora encomendada por el Creador.



En el mundo real, las dos grandes formaciones políticas que componen el «sistema de partidos» norteamericano, el partido Demócrata y el Republicano, están empatados y ahora se juegan los descuentos. Así lo demuestran las encuestas de opinión, realizadas por encargo de los grandes medias, esos actores insoslayables de la escena política contemporánea, que cada día tratan de cifrar las preferencias de los electores norteamericanos.



Después de tres debates de los candidatos a presidente y uno de los vicepresidentes, ahí quedaron claramente planteadas las grandes diferencias sin que haya sido expuesto claramente lo aberrante o lo acertado de las soluciones. Duelos impresionistas, de «lenguaje corporal» y de enunciados políticos; pero sin debate de ideas, ni contexto argumentativo. Sin una real participación del pueblo soberano de la tan mentada y manoseada Constitución fetiche. El imperativo democrático obliga, se trataría de un ejercicio ciudadano en el «faro de la democracia»; en la vitrina de los «valores liberales».



La interpretación de las diferencias programáticas y de las frases televisivas detonantes les correspondió a los «Spin Doctors» (los especialistas de la comunicación política; sondeadores del «alma ciudadana») que las re-formulan para el consumo mediático. El veredicto fue casi unánime: ganó J. F. Kerry porque logró desembarazarse del mote de «veleta» (votó por la guerra en Irak y por el Patriot Act en el Congreso) y supo aprovechar la ocasión para proyectarse como un «estadista capaz de tratar problemas complejos», según los analistas.

La percepción de las personalidades de los dos blancos y ricos herederos de familias patricias, que estudiaron en Yale, donde pertenecieron a la misma cofradía estudiantil y donde aprendieron retórica con el mismo profesor, es un factor determinante para los «indecisos» de esos 10 estados que concederán la victoria.



Para muchos la opción será difícil entre Kerry, «el robot con cara larga» y Bush «el arrinconado-atarantado», como lo expresó de manera humorística, la sarcástica Maureen Dowd, una estrella del periodismo estadounidense.



En los días venideros los electores asistirán a las últimas escaramuzas televisivas; spots publicitarios con frases asesinas, golpes bajos y sorpresas efectistas hábilmente preparadas. Se gastarán millones de dólares sobre todo en los estados no definidos, transformados en campo de batalla y donde los riesgos de fraude son grandes. Son esos «estados vacilantes» quienes darán los «Grandes Electores» necesarios para sumar los 270 que conceden la mayoría -de un total de 538- y la victoria final (ejemplo: Florida, 27; Pensylvania, 21; Ohio, 20, etc.). En la contienda pasada, la Corte Suprema paró el recuento cuando había 536 votos de diferencia, dándole los 26 electores de Florida a Bush. Al Gore, el candidato demócrata en el 2000, anonadado declaró: «gané el voto popular a nivel nacional, pero perdí la elección». El mismo escenario puede repetirse.



Muchos piensan que no sería raro que se capturara a Ben Laden o a otro connotado dirigente de la nebulosa salafista de Al Qaeda. Es lo que las tropas de ocupación en Irak buscan con su táctica de «tierra arrasada» en Faluya. Trofeos de caza para exhibir y puntos para Cheney-Bush. Las bajas de soldados norteamericanos en Irak podrán ser electoralmente explotadas, dependiendo de la cantidad de pérdidas militares y de lo espectacular de las imágenes. Un soldado muerto cada día es aceptable; 10 de un viaje, le favorece a J.F. Kerry. Puede interpretarse en el sentido de que Vietnam está cerca y que Bush está perdiendo «su guerra contra el terrorismo». Porque J. F. Kerry logró sembrar la duda de que Bush «no tiene un plan para imponer la paz» en Irak y que es «obstinado y persiste en sus errores». La propaganda demócrata muestra a Bush declarando: «Ben Laden me importa un comino». «Lo que les importa es el petróleo», replicó Edwards a Cheney. Además, -esto es importante- porque para Kerry, el terrorismo es un problema de «orden público», no un problema militar. Al menos eso se desprende de lo que dijo.



Kerry representa el círculo de la razón occidental, lo que las elites dominantes de los EE. UU. pueden producir como lo más «éclairé» y «liberal» -en inglés-, «progresista». A los demócratas les gustaría ejercer una supremacía mundial aceptada por su aliados tradicionales. Ser percibidos como un Imperio Benefactor en un mundo multipolar. Antes de intervenir solos se trata de pasar un «test global»; negociar, seducir y encandilar a las elites gobernantes de Estados vasallos (el «Soft Power» de Joseph Nye).



Simplificando al extremo, el Partido Demócrata interpreta a un país laico, urbano, progresista y abierto al mundo, mientras que el Partido Republicano atrae a un país religioso, nacionalista, rural y conservador. Lentamente estos grupos han ido constituyendo los pilares de los dos partidos.



En política doméstica el partido del «burro» (Demócrata) se siente todavía ligado a algunas conquistas sociales y democráticas. Los demócratas defienden el derecho al aborto, el matrimonio homosexual, los programas sociales donde la salud y el empleo son considerados como derechos, las jubilaciones garantizadas por sistemas estatales, una cierta idea del Bien Común.



El Estado debe intervenir «para limar los ángulos ásperos del capitalismo», decía Kenneth Galbraith, el teórico-economista demócrata por excelencia. Esto explica en parte que el movimiento sindical norteamericano -la aún poderosa AFL-CIO-, duramente vapuleado por el republicano Reagan en los 80, apoya a los demócratas, a quienes critican, sin embargo, por su falta de voluntad para oponerse a las políticas económicas ultraliberales, a la pérdida de un millón de empleos y al antisindicalismo de los republicanos.



Los republicanos, con Reagan en los 80, se apoyaron en el control del aparato del Estado para lanzar una arremetida neoliberal en contra de las conquistas sociales que afectarían al 70% de los norteamericanos. El Reaganismo, orientado por los equipos de ideólogos de los Think Tanks neoconservadores, financiados por las grandes fortunas y corporaciones, se propuso desmantelar definitivamente el Welfare State (Estado Benefactor) y pregonar la supremacía del mercado sin trabas.



Con Clinton los demócratas se adaptaron a la ola conservadora de fondo. No manifestaron una voluntad de revertir la ofensiva ultraliberal del poder económico. Se arrimaron a los empresarios y a sus «lobbys» y se alejaron de su base tradicional constituida por sectores de clases medias, afro-americanos, trabajadores, intelectuales, minorías y juventud. Pese a la ola de corrupción de ejecutivos del entorno de Bush (Enron, World Com, Halliburton), algunos sectores de trabajadores, amantes de la caza y de las armas, se han sienten atraídos por el populismo y la imagen de cowboy simplón de Bush.



En los 80 la ideología conservadora acerca de la soberanía del individuo y la retórica de la libertad, al igual que la crítica al «Estado burocrático y asfixiante», se transformaron junto con los «valores de la familia» y la compasión cristiana en virtudes de moda (pero en manos de Reagan el Estado financió a golpe de miles de millones de dólares la revolución de las tecnologías de la información, el aumento del presupuesto militar y rescató a bancos de la quiebra).



La alianza de los neoconservadores y los fundamentalistas religiosos fue la punta de lanza de un movimiento retrógrado, nacionalista, diferencialista y belicista. Las reducciones de impuestos beneficiaron a los ricos y aumentaron las desigualdades económicas y sociales. Los bajos salarios permiten la subsistencia de un ejército de mano de obra inmigrante barata -en su mayoría, sin cobertura médica- que suministra servicios de todo tipo a las castas privilegiadas del sistema.



A comienzos de los 90 los republicanos-neoconservadores acumularon un inmenso capital político al reivindicar la estrategia triunfante que derrotó al comunismo. Se ufanaron de haber, con Reagan a la cabeza, tomado la ofensiva, arrinconado y provocado el derrumbe de la URSS. Lo que los envalentonó, una vez terminada la guerra fría, a adoptar como credo en política internacional el impedir la emergencia de toda potencia continental capaz de competir en el ejercicio del poder global (de ahí la escalada de agresividad imperial; unilateralismo, amenaza de utilización del arma nuclear de manera limitada, doctrina de ataques preventivos, mercenarización de conflictos, proyecto de escudo antimisiles con Canadá, apoyo incondicional a Israel, desprecio por tratados internacionales éticos como Kyoto, el TPI, etc.).



El ataque traumático del 11/S fue la ocasión soñada por los halcones republicanos para radicalizar el proceso; generó miedo de manifestar la disidencia, silencio en los campus universitarios; detuvo el ascenso del movimiento antiglobalización: sirvió para explotar neuróticamente la inseguridad y ocupar Irak. Consecuencia: la matriz republicana-neoconservadora se consolidó en lo interno al disponer de una red de poder compuesta de medios de información incondicionales; Think Tanks adictos, grupos de presión influyentes, cuadros burocráticos ideologizados en la dirección del Pentágono y mayoría en el Congreso y la Corte Suprema. Esto explica el clima confrontacional y de polarización actual en los EE.UU.



Vale la pena preguntarse si la ambición desmesurada de Bush y de los neoconservadores por dominar un mundo unipolar, del cual ellos serían la ley, el gendarme, la referencia moral y el modelo económico, podrá realizarse, o si se estrellarán contra el rechazo de los pueblos y la compleja multipolaridad del mundo. Si el Imperio y sus elites tienen los medios militares, económicos e ideológicos para implementar este proyecto irracional. Si el proceder incoherente y caótico de la elite dominante republicana impondrá el triunfo de Tanatos, como genialmente lo analizó aquel gigante del pensamiento que fue Herbert Marcuse.



El giro a la derecha impuesto por los republicanos a la sociedad le rayó la cancha a los demócratas, lo que lleva a interrogarnos sobre los márgenes de maniobra reales del programa de J.F. Kerry. A saber si la visión demócrata no se explica más bien por una buena dosis de realismo en su enfoque, que de razón y buenas intenciones. Ambos partidos han utilizado la ONU, la OEA, y la OTAN, al igual que los tratados comerciales y pactos militares -lo seguirán haciendo-, como una caja de herramientas para proyectar la potencia. Con tanta presión interna es difícil que la elite demócrata resista a la tentación imperial. Vale la pregunta : ¿El Imperio estadounidense es un tigre de verdad o un coloso de papel? Varias son las tesis que aportan estimulantes respuestas. Mientras tanto otros actores esperan el desenlace electoral, muchos suspiran, se arman de paciencia, y esperan su turno para actuar en la escena mundial.



Leopoldo Lavín Mujica es Profesor del Departamento de Filosofía del Collčge de Limoilou, Quebec, Canada. (leopoldo.lavin@climoilou.qc.ca)



  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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