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El funeral del trabajo decente

El trabajo en Chile se ha transformado más en un lugar de sufrimiento que de dignificación del ser humano, sobre todo al incorporarse nuevas formas al servicio de las necesidades de la empresa moderna, como la subcontratación, que acentúan los niveles de desprotección.


El trabajo no es una actividad cualquiera, sino que permite a las personas realizarse y desarrollar al máximo sus potencialidades, además de conseguir un salario que permita satisfacer las necesidades básicas de su núcleo familiar y contribuir al desarrollo productivo del país.



Actualmente nuestro modelo de desarrollo ha permitido que el trabajo se haya configurado como un costo que debe ser reducido al mínimo, al servicio de la obtención de mayores utilidades, fin último del accionar económico irreflexivo y deshumanizante.



Como prueba de ello, se ha visto el escaso sentido común y la negligencia de los distintos poderes en la discusión acerca de la reducción de la jornada laboral de 48 a 45 horas, que debería entrar en vigencia el 1ÅŸ de enero de 2005.



El punto central es que el Gobierno, a través de la Dirección del Trabajo, emitió un dictamen en el cual se deja al acuerdo entre las partes, empleador-empleado, el potencial ajuste en las remuneraciones que esta medida podría implicar.



Hay que preguntarse si se puede dejar al principio de buena fe y a la posición de honestidad y honradez la decisión final de reducir o mantener las remuneraciones. Bajo esta lógica, lo único que se ha conseguido es precariedad extrema en las condiciones de trabajo de la mayoría de los chilenos. De hecho, las leyes laborales, supuestamente restrictivas y contrarias a la creación de nuevos puestos de trabajo, se han convertido en letra muerta, considerando la cantidad de abusos denunciados en el último tiempo y el escaso poder fiscalizador del Gobierno.

Además, a pesar de que tres de cada diez trabajos son considerados decentes, sólo el 8,4% de los chilenos logra compatibilizar buenas condiciones laborales y alta calidad de vida familiar. El costo del crecimiento económico nos ha transformado en uno de los países en que más horas se trabaja al día. Santiago, con un promedio de 2.244 horas al año, es la ciudad que encabeza este vergonzoso ranking.



La reducción de la jornada laboral apuntaba a revertir tal situación, considerando que, según los datos de la Dirección del Trabajo, el 83% de los chilenos trabaja en promedio 11 horas al día, siendo que el máximo permitido legalmente es 10 horas. Esto, sumado a las horas de traslado, genera un cuadro dramático en relación al tiempo para ver a la familia y realizar otras actividades que ayudan al pleno desarrollo de los seres humanos.



No es de extrañar entonces que, durante el presente mes, un estudio de la Asociación Chilena de Seguridad haya detectado que al menos uno de cada cuatro trabajadores chilenos se encuentra en la condición de «bebedores problema», es decir, adictos, bebedores excesivos que están en serio riesgo de caer en ello.



El trabajo en Chile se ha transformado más en un lugar de sufrimiento que de dignificación del ser humano, sobre todo al incorporarse nuevas formas al servicio de las necesidades de la empresa moderna, como la subcontratación, que acentúan los niveles de desprotección.



Todo este escenario opera en un contexto de progresivo deterioro de la función sindical, que cada vez representa a un menor número de trabajadores, lo cual ha desbalanceado el juego de poderes, favoreciendo el acelerado proceso de precarización que está próximo a celebrar el funeral del trabajo decente.





Marco Kremerman es economista de la Fundación Terram.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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