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Servicio Exterior y la nueva Cancillería: otra reforma necesaria

La estructura del Servicio Exterior chileno está definida por normas de hace un cuarto de siglo, cuando Chile comenzaba su apertura al mundo, y estas normas que fueron un avance en aquella época, hoy juegan en contra de un servicio exterior idóneo.


La reorganización del servicio diplomático no puede quedar de lado en la discusión de las reformas para modernizar la Cancillería. Se ha hablado de los embajadores, su forma de nombramiento y si es o no necesario que sean «de carrera». Sin embargo, poco se ha dicho del ochenta por ciento restante de los diplomáticos chilenos, que día a día ejecutan la política exterior en embajadas, misiones y consulados. También hay que dar atención a este tema, pues si no contamos con buenos diplomáticos, de nada sirve que nuestra política exterior descanse sobre principios y objetivos compartidos por todos.



La estructura del Servicio Exterior chileno está definida por normas de hace un cuarto de siglo, cuando Chile comenzaba su apertura al mundo, y estas normas que fueron un avance en aquella época, hoy juegan en contra de un servicio exterior idóneo para enfrentar el desafío de un país inserto en un mundo globalizado.



El marco existente amarra a los diplomáticos a una verticalidad obsoleta. Actualmente, la autoridad decide las calificaciones, ascensos, destinaciones y sanciones de manera discrecional, lo que ha dado pie a que consideraciones extra-profesionales hayan beneficiado o perjudicado a muchos miembros del Servicio Exterior, cayendo en la arbitrariedad.



Una diplomacia moderna debe apuntar a un diseño más cercano al de una organización privada, que potencie la mezcla de experiencia y conocimientos, que sea más horizontal y en el cual sean las funciones las que determinen las jerarquías y las remuneraciones. Esto implica dejar atrás el modelo actual que asigna cargos de acuerdo a la antigüedad y no a la competencia de los funcionarios. A su vez, un sistema de evaluación adecuado tiene que unir el análisis del trabajo realizado con las aspiraciones de labores futuras y no limitarse a mover nombres en listas donde el ascenso de un funcionario significa el descenso de otro.



Por otro lado, deben generarse espacios de movilidad para los profesionales jóvenes. No es posible que haya embajadores que ocupen ese cargo por quince o más años por el sólo mérito de la antiguedad, impidiendo el ascenso de las nuevas generaciones, ya que esto genera frustración y luego desidia y mediocridad en el ejercicio de las labores.



Junto con la creación de estructuras flexibles, la diplomacia debe seguir siendo una carrera, es decir, tener estabilidad para que pueda promover los intereses de largo plazo del país. Sus miembros deben mostrar excelencia, la que tiene que exigirse desde su ingreso y luego medirse cada cierto número de años. Esta excelencia debe ser correspondida con una compensación apropiada y complementada con incentivos individuales por buen desempeño.



También, se debiera revisar el rol que juega la Academia Diplomática Andrés Bello, principal encargada de formar a los futuros diplomáticos. Ésta se encuentra lejos de igualarse a los Institutos de Servicio Exterior más prestigiosos del mundo. Sus profesores no son elegidos por concurso público, su sistema de educación no reconoce que la gran mayoría de sus alumnos ya son profesionales universitarios y no hay una malla curricular que los prepare para enfrentar los desafíos en un mundo globalizado.



Sin duda, estos aspectos contribuirían a un Servicio Exterior de primer nivel con profesionales vinculados a la economía, al derecho y a las relaciones internacionales, aspectos básicos para la acción en el mundo de un país que pretende ser moderno.



Beatriz Corbo A. es investigadora del área legislativa de la Fundación Jaime Guzmán E.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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