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Taxistas del mal agüero


Algunos especialistas del comportamiento del hombre en la urbe sostienen la teoría -requiere un cierto nivel de consumo comprobarla en carne propia- de que los taxistas serían verdaderos termómetros de lo que le interesa al ciudadano «corriente».



La teoría resulta bastante discutible si se considera que es el conductor quien, usualmente, sin decir agua va, decide emplazar al sujeto pasajero para empapelarlo con sus delirios urbanos. Lo hace en un tono que oscila entre la pregunta y la afirmación y que le sirve para confirmar lo que la inspección ocular ya le había indicado: a saber, las inclinaciones políticas, religiosas y deportivas del individuo pasajero.



A partir de este diagnóstico, el 80 a 90 por ciento de los taxistas (así me lo indica la experiencia, con la salvedad de ciertos casos extraños en que al sujeto conductor no le interesa propiciar el diálogo y se limita a manejar de manera serena y silenciosa, lo que se agradece como un gesto de cortesía y como prueba de que el tipo tiene un grado de refinamiento) arremete con un alud de opiniones al vuelo y reclamos de la más diversa especie: el estado deplorable de las calles que no se arreglan y los tacos en las que se reparan; el alza de la bencina, el comportamiento de las barras bravas y la infaltable mención a la delincuencia que tendría al país al borde de una guerra civil entre la gente honesta y los amigos de lo ajeno.



En rigor, los estudios sistemáticos relativos a la seguridad ciudadana no coinciden con la percepción de los taxistas. Las cifras indican que al comparar las fluctuaciones históricas no se puede hablar de una pandemia en este campo. Lo que ha variado en forma clara es el grado de peligrosidad en cierto tipo de asaltante, que suele operar bajo el efecto de drogas popularizadas durante la dictadura.



Ninguno de los últimos gobiernos ha sido capaz de revertir la percepción subjetiva de que Santiago es una ciudad temible, a pesar de los estudios internacionales que la ubican entre las ciudades más seguras de Latinoamérica. Muchos turistas se llevan una impresión de nuestra humilde capital que, por suerte, no calza para nada con la visión de los taxistas hocicones. Lo que suelen recordar son sus gratos desplazamientos en el Metro, medio de transporte impecable, ordenado, sin comercio ilegal ni payadores. Un espacio acompasado para la meditación o la lectura mientras los carros se desplazan veloces sobre sus flamantes ruedas de goma. O se llevan en su memoria de forasteros una tarde en la republicana Plaza Brasil, donde observaron a niños correr alrededor de un organillero.



La contradicción vital del itinerante se produce cuando decide tomar un taxi para trasladarse al aeropuerto. Se ve, en ese caso, expuesto a un par de posibilidades: el taxista chauvinista que lo empapela con nuestros supuestos éxitos, nuestra inigualable cobertura en cajeros automáticos y el récord mundial en venta de celulares y vehículos cuatro por cuatro, o bien, debe escuchar alguna información terrible de la crónica roja que una vez más nos sitúa entre las ciudades peligrosas.



Hay demasiados taxis en Santiago y cada vez menos profesionales del volante, menos de esos técnicos del traslado a distancia que lo hacen sentir a uno como un rey en su carroza, mientras cruza las grandes avenidas del Santiago posmoderno. Abundan, por desgracia, los parlanchines: cajas de resonancia para multiplicar los chismes de la farándula, los comentarios respecto a la orientación sexual de los líderes de opinión y las terribles acciones del crimen organizado. Esos taxistas erosionan la salud mental y llevan la batuta como profetas del desaliento. Son parte de la resaca del neoliberalismo, su cara amarga y resentida. En vez de soñar con las formidables autopistas que cruzarán el valle del Nuevo Extremo, siembran la amargura entre los ciudadanos y pueden llevar a la quiebra a cualquiera que los utilice como medio habitual de traslado.



Claro que a veces -hay que reconocerlo con la mano en el corazón-, nuestro comportamiento cívico es tan deplorable que no necesitamos de ningún taxista de mal agüero para maltratar nuestra autoestima ciudadana.



Vicente Parrini Roses es periodista y realizador del programa El Mirador.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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