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El derecho a morir (tranquilo)


En un escenario no exento de debate, la Asamblea francesa aprobó, recientemente, el derecho de los pacientes a la eutanasia pasiva. Dicho de otra forma, lo que aprobó, es la posibilidad de que, ahora en adelante, las personas que se encuentren en estados terminales de su enfermedad, puedan decidir sobre el fin de su vida.



¿Qué diferencia existe entre el hecho de que se trate de una eutanasia pasiva y no, en cambio, de una activa? El segundo tipo de eutanasia, la activa, requiere que el médico, previo consentimiento (o petición) del enfermo, ponga en marcha mecanismos médicos destinados a causar la muerte, esto es, el cese de las funciones cerebrales de una persona. Esta versión de la eutanasia, como se sabe, colisiona con el deber de los médicos de resguardar, conforme los mecanismos a su alcance, la vida de sus pacientes. La eutanasia pasiva, en cambio, -la aprobada- permite que las personas que se encuentran en etapas terminales de su enfermedad, puedan rechazar el tratamiento a que están siendo sometidas o, lo que no es lo mismo, puedan rechazar el tratamiento al que se le pretende someter. La Ley española 41/2002, que regula derechos del paciente, estatuye como uno de sus principios básicos (art. 2.1) la dignidad de la persona humana, habilitando al paciente, una vez informado, (art. 2.4) a negarse al tratamiento médico ofrecido, salvas las excepciones legales.



Una y otra, con todo, reposan, en principio, en una interpretación del derecho a la vida un tanto diferente a la forma en que nuestros tribunales lo han entendido. Tradicionalmente, nuestros tribunales han sostenido que la vida es «el don más preciado y fuerte de todos los demás atributos del hombre [y mujer]». Sobre esa base, han sostenido que el derecho a la vida es «el derecho natural (…) que tenemos a que nadie atente en contra nuestra, pero de ningún modo consiste en que tengamos dominio sobre nuestra vida misma». Es decir, para nuestros tribunales, el derecho a la vida nos protege tanto de las agresiones externas, como de las internas, estas segundas, las que uno mismo pretende inflingirse. Aunque las vidas son nuestras, pareciera que nuestros tribunales afirman que su dominio pertenece al Estado.



La eutanasia, esto es, la posibilidad que una persona pueda decidir, a pesar de las estrategias médicas, cuál será el futuro de su vida en la etapa terminal de una enfermedad, descansa en una concepción que concibe el derecho a la vida como un derecho disponible para su titular. Es decir, el derecho a la vida nos asegura que ningún tercero (persona ni Estado) puede privarnos, ilegítimamente, de nuestra vida. Enfrente del Estado, ese derecho, además, nos asegura que se nos proveerá de las herramientas (médicas) que nos permitan sobrevivir. De una parte, el derecho a la vida nos entrega un espacio de protección que implica que terceras personas no están legitimadas para atentar contra nuestra vida, pero, de otra, nos indica que el titular de ese derecho -de esa vida, mejor dicho- posee una cierta discrecionalidad para determinar qué hacer con ella.



¿Cuál es la obligación estatal, entonces? El Estado debe procurar, a través de todos los medios razonables, impedir que personas que no desean morir, lo hagan. Es decir, el Estado tiene la obligación legal (y deber moral) de mantener con vida a todos quienes, de una u otra forma, desean continuar viviendo. Ese deber alcanza, desde luego, por su profesión y juramento, a los médicos quienes, una vez que reciben al paciente y que aceptan hacerse cargo de su enfermedad, aceptan hacer todo lo posible -a su alcance- para, en estos casos extremos, mantener con vida al paciente. Pero de ello no se sigue que el Estado o los médicos puedan pasar por alto la decisión de su paciente.



La pregunta, enseguida, es ¿puede el Estado intervenir en las situaciones en que, personas enfermas terminales, deciden dejar de vivir? A la luz de la interpretación que vengo acá señalando, el Estado debería abstenerse de interferir en las decisiones autónomas de quienes desean evitar días, meses o, incluso, años de dolor físico y psíquico. En esas circunstancias, una decisión como la de la Asamblea francesa reconoce que las personas tenemos el derecho constitucional de tomar estas relevantes decisiones por nosotros mismos. Reconoce, esa decisión, que las personas tenemos derecho a una vida digna y que esa dignidad alcanza, además, el momento de la muerte. Es decir, las personas tenemos el derecho a desarrollar nuestra vida con dignidad, pero también a morir dignamente.
En este contexto, todavía, resta por indagar sobre el rol que debe asumir el Estado, una vez que la persona manifiesta su deseo de morir. Como antes se ha expresado, en un famoso amicus brief presentado en la Corte Suprema de Estados Unidos, el Estado tiene el deber legítimo de proteger la vida de sus ciudadanos y de impedir que estos tomen decisiones irracionales, apresuradas e influidas por, quizás, las circunstancias mismas de la enfermedad que portan. Pero ello no significa que el Estado pueda prescindir de la voluntariedad del ciudadano en esas condiciones, sino, cosa distinta, que el «Estado no puede negar a sus ciudadanos la posibilidad de demostrar, por medio de procedimientos razonables, que su decisión es informada, estable y completamente libre». La misma ley española, antes citada, dispone que el «[c]onsentimiento informado [es] la conformidad libre, voluntaria y consciente de un paciente, manifestada en el pleno uso de sus facultades después de recibir la información adecuada, para que tenga lugar una actuación que afecta a su salud» (art.3).
Cuando un Estado niega a sus ciudadanos el derecho a tomar este tipo de decisiones, lo que está haciendo es justificar esa negativa sobre la base de concepciones morales (incluso religiosas) acerca del valor de la vida. Cuando nuestros tribunales, por ejemplo, niegan a los testigos de Jehová la posibilidad de evitar ser trasfundidos, les impone una visión de la vida que escapa a sus más profundas concepciones, conforme a las cuales ellas pueden desarrollar su vida -y de hecho, la han desarrollado-. Nada de eso debe ocurrir en un Estado constitucional de derecho que nos asegura, entre otras libertades, la libertad de decidir, por nosotros mismos, nuestras concepciones de vida. Cuando el Estado asume que la vida es un bien superior, que escapa al dominio de su propio titular, asume una concepción moral sobre la misma, que puede o no ser compartida por sus ciudadanos. El Estado que asegura a sus ciudadanos autonomía moral, debe dejar ese tipo de decisiones en manos de los propios ciudadanos.



Ese tipo de respuesta estatal, que impide que las personas tomemos decisiones en momentos cruciales de nuestra vida, relativas, inclusive, a la forma en que deseamos morir, desconoce nuestra autonomía moral, nos hace menos dignos, nos impone una visión que no compartimos de la vida y, de paso, en los casos más extremos, nos condena a sufrimiento físico y moral.





* Domingo Lovera (domingo.lovera@udp.cl)
es profesor de Derecho de la Universidad Diego Portales

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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