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Editorial: El claroscuro de la Iglesia Católica chilena


Vivimos días de sinceridad. El Informe sobre Prisión Política y Tortura ha abierto otra de las cámaras de horror que nos dejó la reciente historia chilena. Alojaba tales infamias que su sola verbalización ha sido una saludable purga colectiva.



El Informe, aparte de su dimensión humanitaria, se erige en un hecho político ineludible. Ante él los distintos actores afectados tienen que reaccionar. Un repertorio de crueldades tan masivas, tan sistemáticas, tan denigrantes, tan oprobiosas, ya no permite seguir con la actitud de mirar al techo con cara de yo no fui. Los aludidos, bien a su pesar, van saliendo de sus silencios. Cada día resultan más difíciles los subterfugios y las excusas.



Los actores institucionales se van pronunciando sucesivamente en el penoso escenario de estos últimos días. Han sido muy comentadas las reacciones de cada una de las ramas de las Fuerzas Armadas, que, en este caso, han marcado claras diferencias en sus respuestas al Informe. Se está esperando la declaración del Poder Judicial que sentará un valioso precedente, cualquiera sea su tenor. Y pareciera ser que El Mercurio se ha encerrado en un deliberado mutismo respecto a su comportamiento editorial en este capítulo tan relevante de la historia del periodismo chileno moderno.



Sin embargo, también resulta de interés hacer una reflexión sobre la actitud de la Iglesia Católica en el punto de las torturas del régimen militar. Rara vez una institución puede tener mejores razones para sentirse satisfecha por su respuesta a una situación social y política de tan honda conflictividad. Su contribución a la protección y defensa de los derechos de las personas superó la pura retórica o las intervenciones puntuales para lavar la conciencia. La Vicaría de la Solidaridad, órgano ad hoc creado por el cardenal Silva Henríquez, supuso un esfuerzo enorme para una defensa integral y realista de sectores completos de ciudadanos, víctimas de la violencia organizada por organismos estatales.



En el tratamiento de los casos no se hizo distinciones sociales, de credos ni ideológicas. En eso la Vicaría reveló grandeza. La Iglesia Católica se identificó con los desamparados.



Esta conducta de la Vicaría tuvo especial influencia en la transición democrática. El espíritu de este organismo eclesiástico, con su constante apelación moral al Estado y a los gobernantes, enriqueció en más de un sentido a los gobiernos de la Concertación. En el planteamiento inicial de los programas concertacionistas, democracia y derechos humanos fueron pensados como dos caras de la misma moneda. La aspiración a la democracia se mostró popularmente ante todo como una demanda para que el Estado se pusiese del lado de los ciudadanos y no arbitrariamente en su contra.



Sin embargo, este legado de la Vicaría de los años 70 y 80 no perduró.



En la primera época de la dictadura, las opiniones de los obispos sobre el régimen estaban igualitariamente divididas. De 33 prelados, once eran favorables al gobierno de Pinochet, once contrarios y otros once se encontraban en la duda. Las diferencias entre ellos no se expresaron demasiado en los primeros años. El ala más comprometida con los perseguidos por el régimen se impuso.



Pero el grupo de obispos más conservadores, engrosados por los nombramientos que el Vaticano ha venido haciendo desde el año 1984, cambió paulatinamente el espíritu de resistencia contra el gobierno militar. La figura de Jorge Medina Estévez fue la más emblemática, pero de ninguna manera la única, del nuevo espíritu. Cercano a Pinochet, escandalizadísimo por los asuntos del sexo, parece que nunca se enteró de las torturas sistemáticas perpetradas contra miles de sus conciudadanos, o que eso nunca le pareció algo relevante.



Tampoco resultó especialmente favorable al espíritu de los derechos humanos la defensa de Pinochet encarcelado en Londres, casi convertido en una víctima para el cardenal de Santiago, Francisco Javier Errázuriz. Pero lo más notable son sus recientes declaraciones, donde a través de confusos conceptos, reprocha que las víctimas hagan recriminaciones y casi coloca su sufrimiento al mismo nivel con el pretendido dolor de los torturadores. Con el agravante que éstos últimos ni siquiera han tenido la valentía de manifestar arrepentimiento.



Curiosa la actitud del cardenal y tan distinta de otras actitudes en la reciente historia de la Iglesia Católica chilena.






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