Publicidad

Los ricos no pueden esperar…


Como muchos ya lo saben, aunque abundan los intentos por ocultar y desplazar la tragedia, Chile está entre las diez naciones con peor distribución del ingreso en el mundo, problema que se ha extendido a lo largo de toda nuestra historia y que se ha agravado en las últimas décadas.



Los niveles de desigualdad son tan extremos, que sólo un 10% de la población acumula el 41,2% de la torta nacional, atesorando 35 veces más que el 10% más pobre de los chilenos, que sólo consigue 1,2% de las migajas. A modo de comparación, es pertinente destacar que en países como Japón, Finlandia, Noruega y Suecia la brecha no sobrepasa las 7 veces.



Esta triste realidad y el hecho de que más del 60% de nuestros compatriotas (9 millones de personas aproximadamente) cuente con menos de $100 mil para sobrevivir, genera la suma urgencia de orientar todos los recursos y las ideas en la superación de la pobreza más allá de las estadísticas. De allí surgen iniciativas tales como el Programa Chile Solidario, la obligación del funcionamiento del Hogar de Cristo y todos aquellos programas, organizaciones y proyectos que intentan paliar de alguna forma esta violación directa a los derechos humanos que es la pobreza.



Pero los antecedentes conocidos recientemente hacen surgir un nuevo grupo de excluidos. El nivel histórico alcanzado por nuestras exportaciones, el 111% de utilidades generados por las diez empresas más importantes en el país durante el tercer trimestre del año, el 6,8% de crecimiento del Producto Interno Bruto chileno entre julio y septiembre -el más alto en los últimos 7 años- y el nivel impresionante de concentración económica en los mercados de las AFPs, isapres, supermercados, azúcar, telefonía fija, generación eléctrica, banca, detergentes, cervezas, tráfico aéreo de carga y pasajeros, cigarrilos, etc., no hace más que consolidar y alimentar las arcas del pequeño porcentaje de chilenos que se lleva gran parte de los beneficios del crecimiento económico.



Si entre 1990 y 2003, nuestro país ha crecido a una tasa promedio anual del 5,5% y la distribución del ingreso en el mismo período ha empeorado, se puede afirmar que hay un grupo que tiene que soportar la acumulación de la mayoría de estos recursos.



En tanto, quienes más acumulan son los mismos que pagan sueldos base de $1 para abaratar las horas extraordinarias, que mantienen cotizaciones declaradas, pero no pagadas a sus trabajadores por $500 mil millones, que subcontratan progresivamente labores vinculadas al giro de sus empresas para abaratar costos, que viven aislados en la zona oriente de la capital o en parcelas en los contornos del Gran Santiago, sin posibilidades de interactuar con la diversidad de los chilenos y observar, aprender y empatizar con sus técnicas de sobrevivencia, que deben contratar seguros, alarmas, guardias privados y enrejar sus casas para proteger sus pertenencias.



El problema es que aparecen los estigmas. Sabemos que no todos sostienen estas prácticas, pero sí un grupo importante de quienes acumulan los recursos. Así como la pobreza genera un imaginario colectivo, la riqueza está recorriendo el mismo camino. Un grupo emergente mediáticamente, pero siempre presente en nuestra desigual historia, comienza a ser un insumo para la nueva teoría de la exclusión ¿O acaso no genera exclusión e infelicidad pagar sueldos de miseria?, ¿No genera exclusión recibir un ingreso per cápita de $770.000, viendo como otros sólo a 10 kilómetros de distancia reciben algo más de $14.000?.



Un nuevo desafío sin duda para las políticas públicas y la integración social. Los ricos tampoco pueden esperar.



Marco Kremerman. Economista de la Fundación Terram.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias