Publicidad

Recuerdos de un pensamiento triste


Anochece en Buenos Aires y, de pronto, se desata la lluvia que los porteños reconocen violenta, con truenos y relámpagos, y después granizo como bolas de cristal que rebotan en el asfalto iluminado por los reflejos de las luces de los autos. Los transeúntes corren a guarecerse en los portalones, se abren los paraguas, se busca cualquier techo. Nosotros, poco acostumbrados a este fenómeno que hace rugir el cielo, aprovechamos la ocasión para capturar con nuestra cámara ciertas escenas: los grandes charcos de agua, un tipo con pantalón corto que cruza en bicicleta, un coche de bebé tapado con un nylon.



Parece una noche propicia para entrar en cualquier local y conversar con algún amigo, o un amor si lo tenemos, en torno a una copa de vino o una taza de café. Pero esta vez no necesito nada especial, sólo que la lluvia me acompañe mientras recuerdo mi encuentro con Ernesto Sábato.



Sabíamos que era difícil acceder a él. Después de su penúltimo libro, La Resistencia, declaró que no daría más entrevistas y que no tenía nada nuevo que decir, que todo está en sus ensayos y novelas. Pero tenemos suerte y consiente en recibirnos. Partimos por la mañana a Santos Lugares, caserío próximo al centro de la capital argentina, donde reside hace ya muchos años. Nada hacía presagiar la tormenta nocturna. Nuestra presencia en Buenos Aires obedece a un reportaje en torno al tango; conocemos lo que ha dicho y escrito Sábato sobre el tema, pero para un reportaje de televisión es necesario que su testimonio sea ante cámara.



Es tal vez el fenómeno más asombroso que ha dado el baile popular, ha dicho Sabato. El gran Santos Discépolo lo define como «un pensamiento triste que se baila», aunque Horacio Ferrer, uno de los maestros del tema en la Argentina, nos remite con la precisión del experto a la cita textual: «un pensamiento triste que se puede bailar». A Buenos Aires, una ciudad tranquila de 200 mil habitantes a fines del siglo pasado, llegan oleadas de emigrantes de todo el mundo. Vienen con la esperanza de una nueva vida y se encuentran con todos los problemas de establecerse en un país distante. Han dejado un terruño, sus padres, sus hogares y se enfrentan con el desarraigo.



Del hibridaje entre el criollo que se siente invadido, el inmigrante que se llena de rencor y añoranza y el gaucho que ve violado su territorio, y tiene que trabajar en lo que venga, nace el tango.



Es totalmente argentino, afirma Ernesto Sábato, y «mal que nos pese, Argentina es conocida por el tango». A fin de cuentas, el tango es la metafísica del hombre de la calle, la misma que enfrentan los seres humanos en todas las ciudades del mundo: el paso del tiempo, los cambios violentos: «Borró el asfalto de una manotada/la vieja barriada que me vio nacer»



El tango es también la muerte que llega inexorable. Tiene el descontento, el mal humor, el sarcasmo, el resentimiento, la nostalgia, la bronca contra todo. Lo que sería la quintaesencia del argentino medio, según el autor de Sobre héroes y tumbas.



A quienes consideran una herejía que el escritor le atribuya «metafísica» a un baile arrabalero, Sábato les responde con la misma destreza utilizada para replicar los dichos de los que se sienten ofendidos cuando sostiene que el resentimiento es uno de los combustibles que hace funcionar el alma de los argentinos: «Pido que no se tome esta palabra en el sentido solemne de ciertos profesores alemanes. La metafísica está en la calle, afirmaba Nietzche, si nos referimos a esos problemas últimos de la condición humana que son la muerte, la soledad, el sentido de la existencia, el ansia de poder, la esperanza o la desesperanza. También esta palabra ha tenido lo que podríamos decir ‘mala prensa’, por obra del positivismo y por su herencia en cierto tipo de marxista; basta que uno murmure ese vocablo para que inmediatamente parezca una especie de agente del imperialismo yanqui. Como si en Estados Unidos la gente no se muriera. Como si los entierros fueran una treta de Wall Street…»



En su hogar nos recibe un joven que es el encargado de prensa del escritor. Ya nos ha advertido que Sábato no da entrevistas y que sólo leerá unos párrafos de sus escritos y nos hará escuchar un disco con tangos leídos por él. Pero Sábato nos recibe con un abrazo, una sonrisa cálida y con su voz pastosa inconfundible saluda al equipo.



Parece animoso, sin tantos protocolos y al joven de prensa que insiste en que nos remitamos a lo que estaba previsto le dice: «si no estoy muerto, así que dejános un rato». Voy directo al tema, citándole algunos de sus pensamientos sobre el tango y responde lo que ya ha dicho en sus ensayos, pero refuerza la idea de «los pobres emigrantes que lo dejaban todo huyendo de la pobreza». En torno a este tema, y tantos otros, Sábato configura una visión propia del dolor y del desarraigo. Cuestiona en ella algunos aspectos esenciales de la identidad argentina y por ello es motivo de eternas interpretaciones y discusiones, que perduran hasta el presente.



Sábato no posa de nada, «es idéntico a sí mismo» como diría Nicanor Parra. No se cree un erudito y su entrada a la literatura tiene un sesgo especial. Se doctoró en Física en la Universidad de La Plata, trabajó en el laboratorio Curie en París y también en Massachusetts y, enfrentando las críticas de sus colegas científicos, dejó para siempre esta disciplina y sus trabajos en 1945, para dedicarse solamente a la literatura.



Lejos del tufillo de los intelectuales mediáticos o de la jerga oscura de los que repiten -con vocación de papagayos- los enunciados de sus padres espirituales, Sábato apuesta por la transparencia propia del artista que desea en verdad comunicarse con sus lectores o interlocutores. Mientras conversa va pensando en voz alta con ese dramatismo que ya es parte ineludible de su visión de mundo.



Casi con resignación se queja de valores perdidos: la conversación sin prisa, la lealtad a determinados principios humanos, el encuentro entre los hombres amenazado por un mundo globalizado y cibernético: «hemos llegado a la ignorancia a través de la razón», afirma en uno de sus textos. Su visión no es optimista: «Fracasado el comunismo se difundió el neoliberalismo como la única alternativa, libertad para todos y que los lobos se coman a los corderos». Pero le habla a los jóvenes: «críos, tengo fe en ustedes», les dice.



A los ochenta y tantos años, entre la nostalgia de lo perdido y el dolor de los seres humanos que se fueron (primero su esposa, luego de una larga enfermedad, y, en 1995, su hijo en un accidente automovilístico), refugiado en un hogar sencillo, a dos cuadras de la Estación de Santos Lugares donde se toman los trenes que conducen al Gran Buenos Aires, dice que no quiere pintar la casa, ni reparar sillones, ni colgar cuadros: sólo hay libros por todas partes y un taller con sus pinturas, con sus lienzos dispuestos sin orden premeditado. Sábato desea que todo quede tal como está, que la casa sea devorada por la maleza, que los muros se derrumben, que las ventanas se pudran.



Han pasado unos años desde aquella visita y me reencuentro con su imagen en la televisión en un homenaje a Neruda al que ha sido invitado, en Chile. Es el mismo con su rostro severo, inescrutable, un poco más cerca de la tierra, con la cordillera que lo separa de sus Santos Lugares. En su cabeza de seguro descansa un pensamiento triste, un tango que ya no desea bailar.



Vicente Parrini Roses es periodista y realizador del programa televisivo El Mirador.










  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias